El lunes 28 de abril España se apagó, y a todos se nos puso un poco cara de marzo de 2020, por la incertidumbre, el nerviosismo, los temores. Pero también fue una antítesis de lo que ocurrió durante los peores momentos de la pandemia: si entonces lo recomendable era mantenernos alejados unos de otros, esta vez, durante algunas horas, a falta de las omnipresentes telecomunicaciones, nos podíamos encontrar solamente en el contacto cara a cara, en las escaleras de vecinos, en las plazas, pegados a la radio… En definitiva, volvimos a vivir en analógico por unos instantes.
Y en un mundo poco acostumbrado ya a eso, puede ser interesante estudiar las reacciones, a varios niveles. Desde las más instintivas (algunos volvieron raudos a los supermercados a acaparar provisiones, como hace cinco años) hasta las más reflexivas: todas aquellas ideas y reflexiones que en las horas y días sucesivos pudimos leer en medios de comunicación y redes sociales.
No podían faltar las opiniones de quienes, imbuidos por la obsesión productiva que el capitalismo ha naturalizado en todos nosotros, señalaban todo lo que les había dado tiempo a hacer en ese corto periodo –apenas unas horas, en buena parte del país–, toda vez que quedaban inoperativas o muy limitadas las telecomunicaciones o algunas “distracciones” como las redes sociales. Aparecían por doquier creaciones y hazañas de escritores, pintores, músicos, chefs, deportistas… Algunos reaccionaron frente a esa obsesión productivista, alertando de la necesidad autoimpuesta de ser productivos aun fuera del trabajo asalariado. Lo flagrante del asunto, en realidad, es que parece que tenga que llegar un apagón masivo del país para que uno tenga el tiempo de dedicarse a sus intereses, pasiones o cualquier aspecto que le haga desarrollarse como persona, o simplemente descansar. Hablemos de una reducción del tiempo de trabajo, pero una reducción de verdad, no la de la flexibilidad de la jornada laboral al servicio de los empresarios.
Otra reflexión que merece atención fue aquella que pretendió cuestionar los avances de las sociedades «tecnológicas» y «avanzadas» en que vivimos, sus supuestas deficiencias: la falta de comunidad, de lazos y vínculos, todo lo que en el fondo nos sostendría como especie, como si los aspectos negativos fueran una consecuencia directa e inevitable del desarrollo tecnológico.
Leyendo algunas opiniones, uno pensaría que la tecnología y la vida en comunidad o los vínculos resultan incompatibles. ¿No ha sido la tecnología la que nos ha facilitado las comunicaciones, la que ha contribuido a disminuir la cantidad de trabajo socialmente necesario, facilitando la reducción del tiempo de trabajo y la propia existencia del ocio para una mayoría? Hubo quienes tras el apagón sostenían que debemos poner el foco en lo analógico, en no depender demasiado de la tecnología, en la comunidad, en el contacto cara a cara, en volver a saludar y preocuparnos por nuestros vecinos. Esa supuesta dicotomía entre humanidad o comunidad y avances tecnológicos descansa, principalmente, en una incapacidad para pensar por fuera del marco del pensamiento burgués: los problemas que hoy parecen vinculados a la tecnología no son problemas del desarrollo tecnológico per se, sino del hecho de que este, en las sociedades capitalistas, no está orientado a la satisfacción de las necesidades sociales, ni al desarrollo integral del ser humano y su personalidad; está regido por las dinámicas del capital, y de ahí las deficiencias. Algunos, o bien porque resulta más sencillo echarle la culpa a la tecnología o bien porque ni siquiera conciben que es posible organizar toda la sociedad de otra manera, invirtiendo las prioridades, promueven una especie de «vuelta atrás» en la que se eliminarían o limarían «los aspectos más lesivos» de la tecnología, que dirían algunos sobre ciertas leyes que siguen vigentes hoy.
Si hoy crecen el individualismo y el aislamiento, si en ocasiones se ve dificultada la vida en colectividad en los barrios, si existe una desconexión creciente del medio natural que nos rodea, no es por voluntad propia de los individuos ni por las redes sociales (por ejemplo), sino por unas relaciones sociales burguesas que nos aíslan y que fragmentan nuestra presencia y convivencia en el centro de trabajo, que nos niegan la posibilidad de desarrollar proyectos de vida estables en un determinado lugar, que crean los enormes centros neurálgicos que son las grandes urbes mientras vacían los pueblos, etc. La propia tecnología podría precisamente ayudar a revertir todos estos fenómenos preocupantes, pero para ello debemos edificar un sistema que no se rija por la búsqueda incesante de beneficios para una minoría, sino que persiga la satisfacción de las necesidades sociales y el libre desarrollo de cada ser humano.
Errando el tiro en ese debate, se desenfocan también las principales lecciones que podíamos extraer del apagón. Pocos señalaron la vertiente política del asunto. Pero nos referimos a política no en términos de disputas entre sectores burgueses, sino en términos de clases sociales. Lo que debemos poner encima de la mesa –y no insistiremos lo suficiente– es el enorme riesgo que supone que, como mayoría trabajadora, dependamos en última instancia de las cuentas de beneficios de unos pocos. No podemos tolerar que algo tan esencial como el sistema eléctrico de todo el país y, con él, el funcionamiento de nuestra sociedad actual dependan de un puñado de empresas que, si pueden ahorrarse los euros que sean no dotando de la estabilidad y seguridad necesaria al sistema, lo harán, incluso aunque ello conlleve el riesgo de que a todo el país se le salten los plomos.
Pero la clase capitalista es una misma, y tanto dueños de monopolios como gestores capitalistas (unos y otros) que les facilitan sus beneficios forman parte del entramado, aunque por el camino algunos quieran simular grandes discrepancias. El Gobierno quiso poner enseguida un semblante muy serio y simuló ser muy contundente ante las eléctricas; Sánchez se presenta en la sede de Red Eléctrica Española y exige explicaciones. Pues bien, la realidad es que los dos partidos que llevan décadas alternándose en el Gobierno central han tenido a 40 altos cargos –entre expresidentes del Gobierno y ministros– yendo a parar a los Consejos de Administración de esos grandes monopolios: Endesa, Repsol, Enagás o Red Eléctrica, entre otras, son un retiro dorado, pues pagan favores de vuelta a precio de oro. ¿De verdad es creíble que ahora vayan a ponerles coto? ¿O es otra escenificación de cara al electorado mientras se garantiza que nada sustancial cambia?
Y, por si alguien quiere salvar a aquellos que no han tenido a altos cargos acabando en esos retiros dorados, una pregunta: ¿qué fue de las vehementes exigencias del «hermano menor» morado de la socialdemocracia para poner coto a las vergonzosas puertas giratorias? De tipificarlas como delito a mirar para otro lado y prácticamente desconocer el significado de la expresión cuando ex altos cargos de su socio mayoritario de Gobierno ‘fichaban’ por esas empresas. ¿Será ese el precio a pagar para «que no venga la derecha»? ¿Dejarse por el camino esa exigencia será aquello de tener «sentido y responsabilidad de Estado»?