Un nuevo foco se suma a la ya amplia lista de escenarios bélicos. Esta vez, además, con dos potencias nucleares amenazando con destruirse entre sí. La reciente escalada del conflicto entre India y Pakistán ha puesto en evidencia, una vez más, las históricas tensiones que han marcado la relación entre ambos países desde su independencia en 1947. Y es que ambas potencias, hijas de la descolonización británica, han mantenido choques constantes bajo un barniz religioso que pretende ocultar motivos mucho más mundanos y materiales.
La partición de la India británica en 1947 dio lugar a la creación de dos estados independientes. El nuevo Estado indio vino a suplantar el mandato colonial en la «joya de la corona» del Imperio británico, culminando así un proceso de lucha por la independencia que podemos trazar hasta mediados del siglo XIX y que fue especialmente activo desde la década de 1920, con el surgimiento de toda una serie de nuevos partidos nacionalistas, así como destacamentos del movimiento obrero y campesino inspirados por la revolución bolchevique. En cuanto a Pakistán –que incluía originalmente también a lo que hoy es Bangladés–, el nombre viene a ser un acrónimo de varias provincias del norte de India, con una mayoría musulmana, que reclamaban mantener una economía y una estructura social separadas del resto del subcontinente. En base a estas reclamaciones, el mandato británico procedía a dividir el país en dos, generando una guerra entre ambos países y desplazamientos masivos de población.
La partición, desastrosamente diseñada, sigue teniendo consecuencias a día de hoy, con varios puntos fronterizos en disputa y la cuestión del control de los territorios de Jammu y Cachemira como principal problema público de ambos entes. Desde el fin de la guerra de 1948, se han sucedido otros tres conflictos armados. En la segunda guerra indo-pakistaní, en 1965, los esfuerzos diplomáticos de la Unión Soviética fueron clave para poner un fin rápido, con la promoción de negociaciones de paz y la firma, finalmente, de la Declaración de Tashkent. En 1971, la mediación de la URSS permitió acabar con las masacres del ejército pakistaní en Bangladés –y la independencia de este país– y controlar el afán de expansión de India, que, aprovechando las convulsiones de su vecino, se apresuró en declarar una tercera guerra y anexionarse territorio pakistaní.
Una posición que contrastó en su día con la mantenida oficialmente por la Administración Nixon, que utilizó su posición para dar todo tipo de ayuda económica, militar y material a Pakistán para «limitar la influencia soviética en el sur de Asia» e incluso solicitar a otros países de la región, como Irán, a hacer lo mismo. Y también una posición que ya nadie mantuvo en la última guerra en 1999, cocinada a fuego lento y justo después de la aceleración de los programas nucleares de ambos países, ni en la actualidad.
Porque las cambiantes alianzas entre Estados, analizadas en el número de mayo de Nuevo Rumbo, vuelven a ser protagonistas de los desequilibrios también cambiantes. Aparte de que ambas estén entre los cinco países del mundo con mayor población, Pakistán e India han sido potencias relevantes en su región por su capacidad económica, su situación geoestratégica, sus recursos y sus vecinos. Por todo ello, las grandes potencias de los últimos 75 años han cortejado a los dos países, ya fuese para conseguir un aliado económico y un territorio amigo desde el que desembarcar tropas si fuera necesario o para evitar que los rivales lo tuvieran. Siendo India, por sí misma, una potencia económica de primer nivel y por momentos incómoda, Pakistán ha cumplido además ese papel contra su vecino.
Como se decía antes, desde la Administración Nixon se apoyó activamente a Pakistán, consintiendo sus muchos excesos en cuanto a derechos, fomentando un estamento militar proclive a los golpes de estado y que conforma por sí mismo un aparato estatal dentro del propio Estado y convirtiéndolo en un centro de entrenamiento de «luchadores por la libertad» que, una vez desapareció la Unión Soviética, optaron por tomar el poder en Afganistán y por desestabilizar todo el mundo árabe para provecho de otros actores internacionales. Ese apoyo ha durado hasta hace menos de una década, cuando Pakistán decidió reevaluar su relación con el tío Sam y acercarse a China. Un acercamiento que se produce precisamente porque China buscaba un nuevo socio en la región tras el realineamiento de India con Estados Unidos.
Los lectores de Nuevo Rumbo estarán sin duda familiarizados con las contradicciones internas que azotan al mundo occidental, con la autonomía estratégica de la Unión Europea y las duras negociaciones en el seno de la propia UE y la OTAN, pero quizás no sean conscientes de que las mismas contradicciones operan incluso con mayor violencia en el otro gran bloque imperialista, agrupado en torno a los BRICS y donde se incluyen aquellos países que aspiran a mejorar sus posiciones a nivel global.
Narendra Modi y su Gobierno también tienen su “Make India Great Again”, lo que, al igual que le pasa al resto de partidos nacionalistas y no nacionalistas, gobiernen o pretendan hacerlo en un futuro próximo, se traduce en fortalecer a sus propios monopolios tanto dentro de su propio país como en los mercados extranjeros, empezando por los más próximos. En el caso del sur y el sureste asiático, las empresas indias se topan de pleno con la actividad de los monopolios chinos, con los cuales también compiten y que, por tamaño y características, tienen una enorme ventaja sobre los indios. En la perspectiva de mejorar su competitividad y, de paso, de torpedear a sus rivales más directos, el Gobierno indio optó por cerrar acuerdos comerciales con Estados Unidos y con… Rusia. Como ficha de dominó, China y Pakistán se abrieron recíprocamente las manos tras ser traicionados por sus antiguos aliados con sus mayores rivales y al mismo tiempo China reprochó a Rusia su «papel vergonzoso» a favor de India.
Curiosamente, que la I y la C de los BRICS se hayan convertido en rivales directos en Asia y esto genere roces también con la R no hace más que demostrar que la famosa teoría de la multipolaridad hace aguas por doquier. En las últimas tres décadas, no son pocos los que han venido a afirmar que el surgimiento de nuevas potencias que desafiasen al «hegemón» estadounidense permitiría controlar los desvaríos violentos de Washington, cuya política exterior no solo era y es imperialista, sino que, según algunos, «exporta fascismo», sin que sepan explicar cómo. En definitiva, la multipolaridad sería la herramienta definitiva para la paz.
Sin ánimo de que se interprete como una alabanza a la señora vicepresidenta española, dato mata relato. Con la excepción de 2021, desde el estallido de la última crisis cada año se ha establecido un nuevo récord en el número mundial de conflictos armados desde 1946. Nuevas potencias mundiales y regionales apoyan logística, financiera o militarmente a Gobiernos y grupos paramilitares, actuando de la misma forma que llevaban décadas criticando a Estados Unidos. Países que hasta hace pocos años eran aún colonias ahora participan, con ejército propio, en misiones imperialistas a miles de kilómetros de su territorio. El rearme es generalizado y no tiene pinta precisamente de que la fabricación de armas se deba a la curiosidad científica ni al aumento del número de coleccionistas de museo. El control de los desvaríos violentos de Washington que prometieron lo están logrando a medias. Y bien, ¿dónde está esa paz que tanto prometían?
Situaciones como la de India y Pakistán, o la de la República Democrática del Congo, o la de Yemen, o la de Gaza y Cisjordania, o la de Ucrania, o la de tantos otros lugares a los que nos hemos referido en estas páginas, demuestran que lo que hay no se soluciona aupando al rival menos fuerte a una posición de igual con el macho alfa. A los trabajadores nos corresponde acabar, país por país, con este trastorno multipolar que está afectando al mundo. Y conocemos la receta desde 1917.
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A modo de posdata: después de terminar la redacción de este artículo se confirmó que China entregaría a Pakistán, con un 50% de descuento, 40 cazas de quinta generación con dispositivos de sigilo, que se entregarán en agosto. Y todavía algunos intentarán vendernos las maravillas de la multipolaridad.