Cuatro años sin luz no son simplemente cuatro inviernos sin calefacción ni cuatro veranos sin ventilador. Son miles de noches en penumbra, niños haciendo los deberes a la luz de una linterna, familias enteras que deben elegir entre vivir o simplemente resistir. La vida en la Cañada Real desde octubre de 2020 es una herida abierta en el corazón de Madrid, a escasos kilómetros del brillo incesante de las luces navideñas de la Gran Vía o de los escaparates de lujo en Serrano. Mientras una ciudad presume de modernidad, miles de personas sobreviven cada día bajo las condiciones más precarias que uno se pueda imaginar. La falta de electricidad no es sólo un corte técnico: es una negación sistemática de derechos, una condena dictada por una estructura social que no tiene lugar para quienes no pueden pagar su sitio en el tablero del mercado.
Esta no es la historia de un accidente. No es un fallo puntual ni una negligencia pasajera. Es el resultado directo de cómo se prioriza el beneficio privado sobre la vida humana. En la Cañada Real, la ausencia de luz revela mucho más que oscuridad. Muestra la cara más cruda de un sistema que margina y castiga a parte de la población mientras protege los intereses de las grandes empresas energéticas y las élites urbanas. Las justificaciones sobre los cultivos ilegales y las conexiones no autorizadas son el discurso oficial con el que se intenta legitimar lo ilegítimo: que, durante cuatro años, miles de personas hayan sido abandonadas por las instituciones en un limbo de precariedad y frío.
Es imposible entender lo que sucede en la Cañada Real sin mirar a quién pertenece el poder, y quiénes deciden qué vidas merecen dignidad y cuáles pueden quedar en la sombra. Esta barriada construida por personas migrantes, jornaleros, obreros… representa todo lo que el sistema intenta ocultar bajo la alfombra: que hay un Madrid invisible, levantado con manos que no salen en los telediarios y que no figuran en los balances de crecimiento económico. Esa misma clase trabajadora, precarizada y empujada a los márgenes, es la que aquí resiste como puede, organizándose, exigiendo, denunciando.
La respuesta institucional ha sido lenta, difusa, ineficaz. Las promesas de realojos y planes de inversión se mueven a ritmo burocrático, mientras la urgencia cotidiana se cobra facturas físicas y emocionales. El sufrimiento no espera a que los pliegos administrativos se resuelvan. Pero lo más indignante es que no se trata de una situación sin solución técnica o económica: se trata de una decisión política, de una elección deliberada de no actuar, de no molestar a las grandes compañías ni alterar el orden establecido. El mercado manda, y manda cortar.
Hay una estrategia estructural en juego: el abandono planificado, la desatención como método de expulsión. Al no garantizar condiciones mínimas de vida, se busca que las familias se marchen, que dejen libre un terreno cada vez más codiciado por su valor urbanístico. Y si no lo hacen, se las estigmatiza. Se vincula a toda una comunidad con la delincuencia, se la representa como una anomalía, se la convierte en un problema. Así se naturaliza la violencia institucional. Porque cuando se niega la luz durante años, no es una cuestión técnica: es una forma de castigo.
Lo más revelador es que esta situación no escandaliza al grueso de la opinión pública, acostumbrada ya a convivir con la injusticia mientras no la afecte directamente. Como si fuera normal que miles de personas vivan sin electricidad en la capital de un país europeo. Como si fueran responsables de su destino, como si hubieran elegido vivir así. Esta narrativa de culpabilización del migrante, del marginado, es funcional al sistema. Sirve para justificar la desigualdad, para mantener a la mayoría dividida, temerosa, desconfiada del otro.
Pero en la Cañada hay algo más poderoso que el abandono: hay una comunidad viva, organizada, que se niega a desaparecer. Esa resistencia es profundamente política. La lucha que se libra allí no es sólo por el acceso a la electricidad. Es una batalla por el derecho a vivir con dignidad, por la posibilidad de habitar una ciudad sin ser expulsados, por recuperar la noción de que nadie debería vivir en condiciones infrahumanas. Y esa lucha nos interpela a todos. Porque cuando permitimos que esto suceda sin levantar la voz, estamos aceptando que haya vidas que valgan menos. Estamos dejando que la lógica del capital se imponga sobre la vida de miles de personas.
Mientras no se reviertan las estructuras que hacen posible este tipo de violencia institucional, mientras el poder siga en manos de quienes se benefician de la exclusión, seguirán existiendo Cañadas Reales, seguirán existiendo barrios enteros condenados a la oscuridad. Pero también seguirán existiendo resistencias, seguirán naciendo barrios que se niegan a desaparecer. Porque incluso en la sombra, hay quienes no renuncian a encender su propia luz.