Crecemos, sí. Pero tú, que dos horas antes de tu turno te pones el uniforme para llegar al taller o al almacén a tiempo, no has notado gran cosa. Ni tú, que vas a la oficina todas las mañanas; o que ayudas a poner en marcha el hospital o el colegio; o tú, que saltas de trabajo temporal en trabajo temporal. La economía crece, pero no se traduce en mucho para quienes ponemos en marcha los vagones de esa locomotora con nuestros cuerpos y nuestro tiempo, cada vez más barato, más flexible, más prescindible.
¿Qué implica el crecimiento económico en el capitalismo? ¿Es necesariamente positivo para la clase obrera? Eso parece al escuchar los mensajes de autocomplacencia de los líderes del Ejecutivo de las últimas semanas y leer los titulares de algunos medios. Del otro sector de los medios de comunicación, de los que no celebran, sino que critican, hablaremos después. Pero, de momento, vamos con los aduladores del Gobierno: «España aporta el 40 % del crecimiento económico de la zona euro», «récord histórico de afiliación con más de 21,5 millones de trabajadores», «el paro baja a su nivel más bajo en un mes de abril desde 2008». ¿Esas son las cifras que miden nuestro bienestar? ¿Trabajar implica hacerlo en buenas condiciones? ¿Se huye de la inestabilidad y la dificultad para llegar a fin de mes al acceder a un empleo y estar de alta en la Seguridad Social?
España encabeza los rankings de crecimiento macroeconómico mientras su mayoría trabajadora continúa sumida en un empobrecimiento estructural que no se puede maquillar con algunas cifras. Junto a cada cifra celebrada hay otra no tan lustrosa, y detrás de cada cifra que se luce hay condiciones materiales duras: empleo volátil; alquileres más imposibles que nunca; salarios que no alcanzan para salir, siquiera, del umbral de la pobreza.
Según el INE, el 26 % de la población está en riesgo de pobreza o exclusión social; 12,3 millones de personas, muchas de las cuales cuentan con un empleo. En torno a un 12 % de los trabajadores con empleo están en situación de pobreza, además del 50 % de los parados. La tasa de trabajadores ocupados pobres desde 2014, que es cuando se inicia la serie, apenas ha descendido, y el descenso es más explicable por la situación general del capitalismo que por las medidas de ningún Gobierno. A los datos me remito: tras años de Gobierno socialdemócrata, no hay datos que sostengan al argumento de una mejora en el nivel de vida si se ponen en comparación con otros datos de contexto; solo de que han cumplido su labor de mantener la realidad capitalista como algo que, aunque asfixiante, es suficientemente soportable como para que la fuerza de trabajo sobreviva.
La inflación es clave para entenderlo. Lejos de ser una anomalía en el sistema capitalista, es un mecanismo estructural de su funcionamiento. A través de ella se devalúa el salario real –aunque suban los sueldos nominales, el encarecimiento generalizado de los precios hace que se pueda comprar menos con el mismo dinero–, lo que equivale a una reducción encubierta del valor de la fuerza de trabajo. Esta dinámica, a nivel macro, transfiere rentas desde la clase trabajadora hacia el capital. La inflación empobrece, pero, además, medidas políticas como las que ligan la subida de salarios a la productividad empresarial, y no al coste de la vida, disciplinan a la fuerza de trabajo, naturalizando que nuestros salarios estén supeditados al interés capitalista y no a lo que nos cuesta vivir.
Por ello, piezas clave del relato triunfalista del Gobierno, como la subida del SMI, son instantáneamente neutralizadas por mecanismos capitalistas como la inflación. Igual ocurre con la vivienda, problema intrínsecamente ligado a lo que comentamos: el encarecimiento constante de la vivienda –en compra y, sobre todo, en alquiler– actúa como otro factor que reduce el salario real, obligando a destinar una parte cada vez mayor de los ingresos al simple hecho de poder vivir bajo un techo.
Ante esta situación, el Estado no ha corregido esta injusticia, sino que la ha administrado en favor del capital. Desde la liberalización del suelo y las ayudas públicas a la compra hasta los rescates bancarios y la cesión de vivienda pública a fondos de inversión, las políticas de vivienda han reforzado el carácter especulativo de este derecho básico. Hoy, medidas como los topes al alquiler, las ayudas fiscales o la «colaboración público-privada» no hacen sino perpetuar el dominio de grandes propietarios e inmobiliarias.
Desmontando las piezas del relato de la locomotora europea, del feliz crecimiento en el que monopolios y clase obrera pueden beneficiarse de unas mismas políticas y en el que no es necesaria la conflictividad sindical sino la colaboración de clases, resulta que la única faceta en la que se cumple el relato triunfalista es una: los monopolios siguen obteniendo enormes cantidades de beneficios a costa de la mayoría trabajadora.
Otra hazaña que completa el relato es el proyecto de reducción de la jornada laboral. Como en estas páginas ya hemos analizado, esta medida no se traduce en una disminución efectiva y generalizada del tiempo de trabajo, ya que se formula en cómputo anual, lo que permite su redistribución según las necesidades empresariales. De todas maneras, la medida, aun en términos de horas absolutas, afectará de forma marginal a la situación real: buena parte de los convenios colectivos ya contemplaban jornadas de 37,5 horas o menos y las estadísticas muestran una jornada media efectiva por debajo incluso de esa cifra, fruto de la precariedad estructural, la parcialidad involuntaria y la organización a demanda del trabajo.
Lo que no dice tanto el Gobierno es que la reducción vendrá acompañada de medidas de flexibilización y de ayudas a las empresas. En lugar de revertir la precariedad, consolida un modelo de trabajo fragmentado, irregular y subordinado a los ritmos del mercado. Y, de paso, da un caramelito que les sale barato a los sectores de los sindicatos mayoritarios que necesitan discurso para defender su acérrima defensa del Gobierno, o a los votantes de la socialdemocracia para intentar que no terminen de desertar.
Porque eso es lo peor: los desertores… ¿a dónde se fugan? La extrema derecha, en plena ola de crecimiento, aprovecha los resquicios que deja un relato que no encaja bien en la realidad vivida por la mayoría. Utiliza la sensación de abandono, de traición, de desapego, que sienten amplios sectores de las capas trabajadoras para disputar el relato gubernamental e intentar emerger como el actor político que «habla claro», «sobre los problemas reales», calentando el debate en esos otros medios críticos con el Gobierno. Extraen el descontento y lo inyectan en su propio relato, promoviendo el odio contra falsos enemigos (los inmigrantes, los derechos de las mujeres, los impuestos…) y proponiendo un endurecimiento de la defensa de la propiedad, el orden y el Estado capitalista. Lo que no cuestionan es el foco del problema real: la subordinación de la vida social completa a la lógica del capital.
Por ello, no se trata de elegir bando dentro del capitalismo, sino de dejar de elegir entre sus gestores y levantar una posición independiente de clase trabajadora. La miseria no se cambia maquillando cifras ni endureciendo la represión del Estado contra la misma. Se combate organizando a la mayoría social para confrontar al enemigo común: el capital y quienes lo representan. En eso, ni la socialdemocracia ni la ultraderecha tienen nada que ofrecer.