De Constantinopla a Silicon Valley: poder, propaganda y anatomía del capital

Afirmar que Cristóbal Colón no descubrió América puede sonar místico o revisionista. Sin embargo, nada resulta más anticientífico que analizar la realidad sin considerar su contexto material, económico e histórico. El viaje de Colón no fue un accidente aislado ni una genialidad individual. Europa se encontraba en un proceso de expansión comercial y territorial. Uno de los factores que incentivó esta expansión fue la progresiva dificultad para comerciar con Asia por tierra tras la toma de Constantinopla por el Imperio Otomano en 1453. Esta conquista encareció y obstaculizó el comercio de la Ruta de la Seda, que pasó a estar controlado por intermediarios otomanos y venecianos. Este contexto de mayores dificultades comerciales por tierra impulsó la búsqueda de rutas marítimas hacia el Oeste por parte de potencias feudales como Portugal y Castilla, que encontraron en el Atlántico nuevas oportunidades. Fue esta dinámica estructural la que hizo posible la financiación y preparación de los viajes como los de Colón, quien fue expresión de una época más que un agente solitario de cambio.

¿Suena contemporáneo? Lo es. Al igual que Colón no actuó en el vacío, tampoco lo hacen figuras actuales como Elon Musk o Donald Trump. Sus disputas en la cúspide del poder capitalista no son personales: son el reflejo de luchas entre sectores burgueses con intereses contrapuestos. El capitalismo ha sido descrito como la jungla social más compleja y perfeccionada de todas las sociedades de clases. Esta lógica no es casual: se educa a la sociedad en un principio individualista, en el «todos contra todos», porque bajo esta premisa el pez grande se come al chico.

Este principio guía todos los fenómenos del capitalismo contemporáneo. Así, constatamos una primera verdad incómoda: los aliados en la cúspide social no existen como tales. Los capitalistas persiguen objetivos y tienen preocupaciones dispares. Lo que los une no es la ideología, sino el interés: el beneficio económico. Su unión no es estructural, sino funcional, y se da únicamente cuando sus intereses coinciden. De ahí que existan organizaciones empresariales distintas y hasta contradictorias: la CEOE, que agrupa a la gran mayoría de empresas en España, convive con CEPYME, centrada en la mediana y pequeña empresa, o con asociaciones sectoriales del acero, la hostelería o la máquina-herramienta.

Muchos intentan dotar de atributos personales a las acciones políticas de empresarios como Musk. Pero la función del Estado capitalista no es otra que garantizar que los intereses de la clase dominante se trasladen al conjunto de la sociedad. Los «enfrentamientos» entre Musk y Trump no son más que representaciones funcionales dentro de esas pugnas. Las divergencias que escenifican no surgen de motivaciones éticas ni ideológicas, sino de estrategias distintas sobre cómo administrar de forma más eficaz la explotación capitalista.

Los grandes medios de comunicación –auténticos centros de difusión ideológica del capital– se afanan en hacernos creer que la política gira en torno a las posiciones personales de los gobernantes. Según esta lógica, las decisiones de poder nacen de la moral o la ética individual de quienes ocupan los cargos políticos y estas posiciones se trasladan al tejido social, poniendo el foco de los problemas en los gestores capitalistas, lo cual hace más fáciles los cambios o relevos de unos por otros según la coyuntura política. Sin embargo, de esta manera se pasa por alto, sin impugnarlo, el verdadero poder: el económico. La influencia de los grandes monopolios en la vida económica es abrumadora y, por tanto, también lo es su capacidad de influir en la gestión de los políticos, representantes de distintos sectores de la burguesía.

Por eso es importante entender que las relaciones entre capitalistas funcionan como alianzas coyunturales, con oscilaciones y contradicciones que dependen de cada momento. La unidad de clase existe en tanto que comparten una misma naturaleza capitalista, pero esta unidad es profundamente desigual: unos logran imponer sus intereses sobre otros de forma relativa, dinámica e inestable. Esta inestabilidad es la norma, no la excepción, y se refleja en los reajustes permanentes de un sistema político y económico volátil.

Lo mismo ocurre en el plano internacional. Las relaciones entre Estados capitalistas están atravesadas por los mismos principios: competencia, alianza temporal, imposición de hegemonías. Los capitalistas europeos y estadounidenses ven desde hace tiempo cómo su posición en la cúspide se tambalea por el auge económico de China, contribuyendo al fin de la globalización tal y como la conocíamos. El crecimiento de nuevos bloques o polos pujantes ha llevado a ciertos sectores capitalistas a querer acortar las cadenas de valor, lo cual se expresa en el auge del proteccionismo, por ejemplo en forma de aranceles, cuya intención es frenar a los nuevos competidores globales. Así, los cambios de gobierno, los conflictos comerciales y hasta las guerras son expresión concreta de esta lucha entre monopolios por el control del mercado mundial.

En este contexto debemos entender los movimientos de Elon Musk. Lo mismo entra hasta la cocina en el aparato estatal estadounidense que se aleja si sus intereses están en riesgo. Su posible apuesta por crear un nuevo partido no es más que la expresión de un intento por representar de forma directa los intereses de un sector concreto del capital, en este caso las Big Tech, algo que encaja en su estrategia, dado que Musk no ha dejado de ser, dentro o fuera del Estado, el enfant terrible, el portavoz principal de una fracción empresarial que fomenta organizaciones nacionalistas y proteccionistas de extrema derecha en todo el mundo. Al presentar a Musk centrándose en su individualidad, ya sea como verso suelto, como supuesto genio o como personaje estrafalario, se menosprecia la importancia del contexto que hace posible la aparición de una figura como él y, sobre todo, se pierde de vista el hecho de que representa unos intereses de clase específicos.

Así llegamos a uno de los ejes centrales de la actualidad política reciente: la disputa entre Musk y Trump no es una pelea entre egos, sino una expresión de los intereses de sectores afectados por la pérdida de hegemonía global de Estados Unidos, que desde 2016, con el apoyo de sectores como la agroindustria y la industria manufacturera, impulsaron una línea proteccionista frente a la emergencia económica de China. Esa tendencia se ha mantenido, y hoy se ve reforzada por la carrera tecnológica entre ambos países. La presencia de Musk en los centros del poder responde a esta lógica: representa un interés de clase, no una voluntad individual.

Y esto es lo que intentan ocultar las narrativas personalistas: que la política no es el terreno de los valores individuales, sino el escenario donde se representan los conflictos entre clases. Cuando los grandes capitalistas entran en disputa, lo hacen para reposicionar sus intereses en el tablero, no por diferencias personales. El sistema necesita que los trabajadores olviden esto, que crean que todo depende del carácter o la moral del líder de turno.

Pero la historia –la verdadera historia– la hace la lucha de clases. Y entender esto es el primer paso para dejar de mirar al poder como un espectáculo, y empezar a analizarlo como lo que es: una estructura concreta, con intereses precisos, que solo puede ser desmantelada si se organiza desde abajo, en función de los intereses de la mayoría.

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