Privatización, represión, mercantilización y elitización son las notas características de los procesos de transformación de la educación pública en nuestro tiempo. Las nuevas necesidades del capital europeo, basadas en la hiperespecialización y la flexibilidad de la mano de obra, con el consecuente aumento de la explotación y la precariedad de la clase trabajadora, hacen necesario adaptar el sistema educativo, principal centro de formación de la fuerza de trabajo.
Durante las últimas décadas del siglo XX, el desarrollo del capitalismo español llevó a masificar el ámbito universitario para asegurar la formación de mano de obra cualificada que cubriera los nuevos puestos que la economía requería, situación que vino a solventar y regular la Ley General de Educación de 1970 del ministro Villar Palasí. No obstante, tras las sucesivas crisis de inicios del siglo XXI, las necesidades del desarrollo capitalista cambiaron, en un contexto económico marcado por la recesión, los despidos masivos y la caída de los márgenes de beneficio empresariales. Las mal llamadas «clases medias», junto con el «bienestar» y la «prosperidad», menguaban, en un proceso de proletarización forzado por un programa de recortes, aumento de la explotación y profundos cambios estructurales en el mundo del trabajo.
Este nuevo panorama demanda un nuevo sistema educativo, pues el modelo universitario de la ley Villar Palasí ya no es funcional a las empresas: requiere de muchos recursos del Estado y de un periodo formativo extenso, cuando lo que estas buscan son obreros mal pagados, hiperespecializados y de rotación rápida. El Plan Bolonia ya avanzaba en estos cambios, uniformizando y, en general, reduciendo la duración de los grados (antes, licenciaturas) y ajustando los currículos a las necesidades de la división del trabajo europea; un primer intento de ajuste que encontró en las universidades una contundente respuesta por parte de profesores y estudiantes, con movilizaciones masivas, encierros y huelgas, respondido todo ello con represión, en un contexto general de conflictos, luchas y represión por las consecuencias de la grave crisis económica de 2008. El Plan Bolonia se implantó, pero el movimiento estudiantil volvió a responder cuando, poco después, se quiso avanzar en dicha implantación al tratar de imponer el 3+2, intento de reforma que vino acompañado de un importante encarecimiento de las tasas universitarias y una notable reducción de la cobertura de las becas, lo que de facto limitaba el acceso del estudiantado de extracción obrera a los estudios universitarios. Estas luchas en las universidades coincidieron con la respuesta unitaria de la comunidad educativa a la LOMCE en enseñanzas medias, otro elemento del programa de ajustes del sistema educativo.
En los últimos años, el Gobierno socialdemócrata ha aprovechado el contexto de paz social, y especialmente la pandemia, para arremeter nuevamente contra la clase trabajadora y profundizar en los cambios que venimos describiendo. La LOSU (Ley Orgánica del Sistema Universitario) del ministro Castells –recordemos, propuesto por Podemos–, del 2023, venía a establecer el marco general en el que debía darse este desarrollo, otorgándoles mayor poder a las empresas en el gobierno de las universidades –especialmente a través de la figura del Consejo Social– y reforzando los mecanismos de adecuación a la ANECA y los estándares europeos, en una línea claramente continuista respecto del Plan Bolonia. Además, y a sabiendas de lo convulsas que podían llegar a ser estas transformaciones en un futuro, a esta ley le acompañaba la LCU (Ley de Convivencia Universitaria), que define ya un primer marco sancionador con un claro carácter represivo cuya aplicación recae en las propias universidades.
Es en esta tendencia estructural donde se debe entender el proyecto de ley de la LESUC (Ley de Enseñanzas Superiores, Universidad y Ciencia de la Comunidad de Madrid, también llamada ley Viciana), no como capricho liberal del PP, sino como la expresión más violenta y cruda de un proceso que tanto la socialdemocracia como la derecha han impulsado y avalado; una ley de cuyo articulado cabe desgranar algunas partes. Por un lado, se recorta en un mínimo de un 30 % la financiación de las universidades públicas, que deberán rellenar este déficit de la mano de inversores e ingresos privados. Al mismo tiempo, se le otorga mayor peso al Consejo Social, compuesto en gran medida por representantes de los empresarios y los monopolios y con ínfima representación de la comunidad universitaria, tanto en el gobierno de la universidad como en la definición de los currículos y el control y supervisión de los presupuestos; es decir, se les da a los «representantes de la sociedad civil», un eufemismo para «representantes de los intereses del capital», plena capacidad de decisión sobre los aspectos más importantes de las universidades públicas. También es destacable la continua mención a la colaboración público-privada, subordinando claramente los currículos y el propio desarrollo de la actividad universitaria, tanto docente como investigadora, a los intereses y el beneficio de las empresas. Todo esto se da al tiempo que se establecen mecanismos para la proliferación de las universidades y centros privados.
Estas medidas suponen, pues, la desmasificación de las universidades, al reducir plazas y grados y adecuar lo máximo posible lo que quede a las necesidades de los empresarios, al tiempo que se abre paso a los centros privados para que ocupen el lugar central en la formación de mano de obra cualificada. Se acelera así el proceso de privatización y elitización que viene produciéndose en los últimos años, dificultando más aún el acceso a la universidad a los hijos e hijas de la clase trabajadora y tratando de redirigirlos hacia otras ramas más centradas en la hiperespecialización y el acoplamiento rápido al tejido productivo, buscando aumentar la masa de fuerza de trabajo barata y precaria con un coste formativo mucho menor para el Estado.
Además, la ley del Gobierno de Ayuso incorpora un nuevo régimen sancionador que profundiza en el carácter represivo de la LCU, apuntando abiertamente hacia las movilizaciones estudiantiles y de los trabajadores con multas absolutamente desorbitadas que van desde los 15.000 € por colgar una pancarta hasta 1.000.000 € por impedir la entrada de la policía en los campus. El marco sancionador viene claramente inspirado por las protestas de los últimos años, como respuesta al auge del movimiento estudiantil y obrero en las universidades. Preceptos como los referidos a la ocupación de espacios públicos (hasta 100.000 €) o la «censura» (hasta 1.000.000 €), entre muchos otros, recuerdan nítidamente a las acampadas por Palestina o las movilizaciones contra los discursos reaccionarios en la universidad, como la que tuvo lugar en Somosaguas con la expulsión del campus de Iván Espinosa de los Monteros y sus acólitos, incluida la propia policía.
El hecho de que todas estas transformaciones, claramente lesivas para la clase trabajadora, respondan a una serie de necesidades estructurales no quiere decir que no podamos hacer nada frente a ellas. La lucha por los servicios públicos, en este caso por la educación pública, responde a una contradicción muy sencilla: o los pagamos nosotros, o los pagan ellos. Luchar por una universidad pública, gratuita y de calidad supone aprovechar la redistribución de parte del beneficio capitalista para mejorar las condiciones de estudio y vida de la clase trabajadora, obligando a los capitalistas a cargar con el coste que ello supone. Dejar avanzar a los procesos privatizadores y elitizadores implica que sea la clase trabajadora la que pague, permitiendo así a los capitalistas aumentar sus márgenes de beneficio, lo que nos llevará a peores salarios y condiciones de vida. Solo la clase trabajadora y sus hijos e hijas, organizadas, en lucha y sin miedo a sus amenazas represoras, pueden hacer que la balanza se incline a nuestro favor. Frenar la LOSU, la LESUC y la infrafinanciación es sólo el primer paso en la construcción de una educación al servicio de la clase trabajadora.