«Maldito baile de muertos
pólvora de la mañana»
Al alba, Luis Eduardo Aute
Ritos iniciales: memoria de los últimos fusilados
El 27 de septiembre de 1975, el régimen franquista, acorralado internacionalmente y enfrentado a un final que ya se intuía inevitable, ejecutó a tres militantes del FRAP –José Humberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez Bravo– y a dos de ETA –Juan Paredes Manot Txiki y Ángel Otaegui–. Cinco vidas segadas en un intento desesperado de demostrar fuerza cuando la debilidad era ya inocultable. El mensaje era claro: el franquismo no se iba a marchar sin antes dejar claro quién mandaba y con qué métodos. «Morir matando» fue la última lección de un régimen nacido y sostenido por la violencia.
Las protestas y peticiones de clemencia resonaron por todo el mundo. Hasta personas nada sospechosas de estar en contra del régimen como Nicolás Franco, mismísimo hermano del dictador, o el Papa Pablo VI, suplicaron que se revocaran las penas y no se ejecutaran. Las manifestaciones se sucedieron en decenas de países alrededor de los cinco continentes. Dirigentes de multitud de Estados que rápidamente cayeron víctimas del efecto amnésico de los Pactos de la Moncloa se pronunciaron en contra y exigieron la amnistía.
Nada sirvió; los cinco fueron ejecutados al alba y, con ello, quedó firmado con sangre que el dictador podría estar moribundo pero que se encargaría de morir matando.
Lectura del evangelio según el régimen
Como todo mito, la Transición necesitaba su catecismo. En él se estableció que los españoles, hartos de la dictadura pero temerosos de la confrontación, aceptaron de buen grado un pacto entre viejos franquistas reciclados y una oposición domesticada. Se trató de una ceremonia cuidadosamente coreografiada: el Rey ungido por Franco se convertía, casi por arte de magia, en «el piloto del cambio»; los aparatos del Estado –Ejército, Policía, judicatura– mantenían intactas sus posiciones; y los grandes grupos empresariales y mediáticos bendecían la nueva etapa como garante de la estabilidad.
El antifranquismo vio cómo las grandes alamedas de cambio que anhelaban abrir acabaron convirtiéndose en un estrecho sendero en el que cada paso dado conllevaba una serie de compromisos y concesiones al viejo régimen, que conservó en todo momento el monopolio de la represión para que nadie osara tomar un camino paralelo.
Los consejos de guerra que condenaron a muerte a Baena, García Sanz, Sánchez Bravo, Paredes Manot y Otaegui fueron, como todos los procesos políticos del franquismo, farsas jurídicas. La defensa contó con plazos ínfimos, las pruebas se sustentaban en confesiones arrancadas bajo tortura y las sentencias estaban dictadas de antemano. Ante la oleada de protestas que se sucedieron por todo el país el régimen respondió endureciendo el gesto: no solo se mantuvieron las ejecuciones, sino que se incrementó la represión en las calles, con cargas, detenciones masivas y estados de excepción.
Estos hechos no fueron un episodio aislado, sino la expresión última de un Estado cuya estructura represiva permaneció casi intacta tras la muerte de Franco. Muchos de los jueces, policías y militares que participaron en la maquinaria represiva del tardofranquismo siguieron en sus puestos durante la democracia, amparados por una Ley de Amnistía de 1977 que funcionó más como ley de punto final que como reparación.
Los años siguientes, contrario a las sagradas escrituras que han regido durante el último medio siglo, estuvieron marcados por la violencia y la represión estatal contra todo aquel que no estuviera de acuerdo con la religión oficial del nuevo régimen parlamentario. Entre 1975 y 1981, mientras en los despachos se preparaba el bautismo del nuevo régimen, murieron como víctimas de atentados policiales y parapoliciales por grupos de extrema derecha un total de 273 personas que rápidamente quedaron en el olvido: estorbaban en esta misa.
Hay un claro vínculo entre las últimas ejecuciones del franquismo por parte de una sentencia que a ojos del franquismo es legal, la connivencia con la extrema derecha que asesinó a los abogados laboralistas de Atocha y el asesinato a sangre fría de Vicente Basanta en 1977, un albañil en paro que estaba haciendo una pintada en la que ponía «Trabajo sí, policía no» en el momento en el que un policía fuera de servicio que paseaba con su familia decidió encañonarlo y dispararle tres tiros, dos de ellos en la nuca. Este último caso fue sobreseído, la familia fue privada del derecho a juicio y se crearon falsas pruebas para encubrir el asesinato. Hoy en día este sigue siendo uno de tantos sucesos escondidos debajo de la alfombra de un régimen que tiene manchadas las manos de sangre y cal viva.
Homilía: el altar del consenso
La Transición no fue una ruptura democrática, sino una reforma controlada desde las alturas. Las élites económicas, temerosas de que la crisis económica y la movilización obrera de mediados de los 70 derivaran en un proceso constituyente, optaron por pactar un cambio que mantuviera lo esencial: la monarquía como jefatura de Estado, la unidad territorial blindada y un modelo económico capitalista subordinado a Europa Occidental.
En esta eucaristía política, el Partido Comunista de España jugó un papel determinante. Tras años de clandestinidad y sacrificio, en los que se erigió como el máximo referente para el antifranquismo, el PCE entró en la Transición aceptando concesiones que marcarían su deriva posterior. Era el momento del llamado eurocomunismo, que pretendía distanciarse del modelo soviético para ganar respetabilidad ante las potencias occidentales y los sectores más moderados de la sociedad española. El precio fue alto: la desmovilización de las células de empresa en beneficio de una estructura electoralista y la marginación de quienes apostaban por una ruptura real. El Comité Central del PCE se reunió en Roma en julio de 1976, pero el refrán se hizo realidad: Roma no pagó traidores y el candidato para el papel de una izquierda moderada en el nuevo régimen constitucional se venía cocinando desde hacía tiempo.
El PSOE, renovado en Suresnes con apoyo de la socialdemocracia alemana y del capital estadounidense, se convirtió en el relevo «progresista» del sistema. Los Pactos de la Moncloa de 1977, presentados como una medida necesaria para controlar la inflación, significaron en realidad la aceptación de la disciplina económica y el control político de las luchas, reservando a los principales sindicatos de clase un carácter asistencialista de sindicatos de servicios.
Las primeras filas en esta celebración estaban ya copadas y cada uno era consciente de los versículos a recitar cuando se ungiera al nuevo régimen.
Consagración: «atado y bien atado»
El propio Franco había anunciado que lo dejaba todo «atado y bien atado», y no era una bravata vacía. Las Fuerzas Armadas mantuvieron su papel de garantes del orden constitucional, algo que se haría visible en el golpe del 23-F de 1981. La judicatura, formada en el molde franquista, siguió dictando sentencias sin apenas depuración. Los grandes medios, muchos nacidos al calor del tardofranquismo, construyeron el relato de una Transición ejemplar, invisibilizando conflictos, huelgas masivas, represión policial y asesinatos de militantes obreros y de izquierda.
Es innegable que la presión social ejerció un papel fundamental en estos años para arrebatar conquistas a un régimen en transición que buscaba asegurar al máximo su papel al frente del Estado. A pesar de que el relato ha hablado de los derechos en unos términos de concesión por parte de una no tan nueva clase política a la que había que aupar y popularizar frente a una masa social anónima y anonimizada, esto no se sostiene en la práctica. Nunca antes y nunca después en la historia de este país ha habido una movilización popular tan grande como la que hubo en 1976 y que puso en jaque gran parte de las estructuras del sistema, llegando a plantear una propuesta rupturista que eliminara de un plumazo los resortes del franquismo. El régimen franquista ya sin Franco era consciente de ello, así que recurrió a la represión y a todos los subterfugios que tuvo en su mano para minimizar los daños y otorgar las tan ansiadas libertades democráticas a cambio de la impunidad para toda la estructura franquista.
La liturgia democrática se completó con una Constitución presentada como fruto de un consenso histórico, pero elaborada bajo la presión de un ejército vigilante y la amenaza de involución autoritaria. El pueblo fue convocado al «amén» final en forma de referéndum, en el que el «sí» se presentó como única opción responsable.
Bendición final: la sacralidad del 78
Hoy, medio siglo después, el relato oficial sigue repitiendo sus letanías, aunque cada vez con más fisuras. El movimiento memorialista, las investigaciones históricas y las denuncias de organismos internacionales cuestionan la impunidad que ha amparado a los responsables de la represión franquista. El recuerdo del 27 de septiembre de 1975 no es solo una cuestión de memoria histórica, sino de presente político: sigue siendo un recordatorio de que la democracia española se construyó sobre un terreno en el que muchas de las viejas estructuras permanecieron intactas.
La misa de la Transición, con sus ministros y acólitos, podrá seguir celebrándose en los altares mediáticos y académicos, pero la historia no se agota en el sermón oficial. La verdadera democracia no se alcanza por decreto ni por pacto de élites, sino por la lucha constante de quienes, ayer y hoy, se enfrentan a los poderes que intentan perpetuar su dominio bajo nuevas vestiduras.