«Por eso, la ley de la jornada no fue tan sólo un gran triunfo práctico, fue también el triunfo de un principio; por primera vez la Economía política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía política de la clase obrera», Karl Marx, Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT). 28 de septiembre de 1864.
El pasado 10 de septiembre fracasó en el Congreso el proyecto de ley para la reducción de la jornada laboral que tanto hueco ha ocupado en la agenda mediática. Las enmiendas a la totalidad presentadas por PP, Vox y Junts prosperaron con 178 votos frente a 170, truncando el trámite parlamentario.
Desde SUMAR y otras fuerzas afines al Gobierno se han pronunciado discursos un tanto altisonantes sobre los objetivos y los posibles efectos de esta medida, haciendo incluso comparativas con la huelga de La Canadiense y otros procesos históricos de lucha del movimiento obrero mundial. Palabras que, cuanto menos, han dado la sensación de estar fuera de lugar.
¿Por qué los comunistas no hemos estado aplaudiendo esta medida? En primer lugar, porque no se ha tratado de una lucha planteada por el movimiento obrero. Y esto es mucho más que una cuestión de ego o identidad: delimita su contenido y su enfoque, entendiéndose exclusivamente como carne de batalla parlamentaria ajena al efecto real sobre las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera. Su propia breve andadura ha sido demostración de esta condición: aunque embalada con papel de regalo y bien anunciada bajo los focos, en cuanto han fallado las alianzas gubernamentales se ha perdido en un naufragio del que el movimiento obrero no ha mostrado interés en ir a rescatarla. Llegados a este punto, podemos explicarnos este hecho culpando a los trabajadores asalariados de su ignorancia, como cuando las elecciones no salen como uno quiere; o podemos hacernos cargo de que al movimiento obrero nadie nadie le pidió protagonizar la formulación ni la defensa de la propuesta.
Y esto último tiene, como anticipaba, importantes consecuencias en su contenido, que es la segunda gran razón de nuestra postura crítica: sin querer repetir el análisis que en otros números de este medio hemos realizado, el sentido de la medida no ha sido confrontar con los intereses capitalistas para arrebatar una parte del control sobre el tiempo de vida que éstos ejercen sobre nuestras vidas. La medida se concibe con cálculo electoral y parlamentario, y se circunscribe a un pequeño recorte de tiempo de jornada ordinaria (el propio ministro de Economía ha señalado que la media es ya de unas 38,3 horas) que, a cambio, consolida de una forma de medir la jornada laboral —el cómputo anual— que favorece su desregulación y la flexibilización al servicio del empresario.
Cuando el movimiento obrero y la AIT reivindicaban la jornada de ocho horas a finales del siglo XIX no se trataba de los ajustes de flexibilidad por razones prácticas e incluso productivas que han definido la propuesta socialdemócrata. La consigna “ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho de ocio” era una batalla frontal contra el capital, sus intereses como rectores de la vida y su dominio absoluto del tiempo.
La claridad política que articuló esta reivindicación en batalla queda lejos de los dirigentes sindicales que solo se conciben como fuerza auxiliar del gobierno, y resulta completamente ajena a la concepción política de la socialdemocracia en el poder. El movimiento obrero, para ésta, es solo herramienta al servicio de la gobernabilidad del capital y del cálculo electoral; no la fuerza autónoma y capaz de imponer sus propios intereses de clase que hoy otros tratamos de hacer florecer de nuevo.