En los últimos años, una serie de movilizaciones protagonizadas por jóvenes en países tan diversos como Indonesia, Nepal, Filipinas, Timor Oriental, Marruecos, Madagascar o Perú ha despertado un interés mediático notable. Las crónicas internacionales, tanto en medios progresistas como conservadores, se han volcado en explicar estas protestas a través de un rasgo que consideran distintivo: su carácter generacional y su expresión cultural. Se insiste en que la llamada «generación Z» habría inaugurado una nueva forma de rebelión, marcada por el uso de TikTok como altavoz político, por la organización a través de Discord o por la incorporación de referencias a productos culturales globales como One Piece.
Sin embargo, esta obsesión por la forma –por las estéticas, los lenguajes y las dinámicas de comunicación que adoptan las protestas– tiene un efecto profundamente mistificador: desplaza del análisis el carácter de clase que subyace a los motivos de la movilización. Así, lo que se presenta como una revolución generacional no es sino la manifestación, en nuevas condiciones técnicas y culturales, de las tensiones estructurales del capitalismo contemporáneo: precariedad, desigualdad creciente, desposesión, falta de perspectivas materiales. La juventud que protesta no lo hace por ser «Z»; lo hace porque pertenece mayoritariamente a las capas explotadas del orden social, aunque muchos jóvenes no formulen su experiencia en términos de lucha de clases.
La forma en que los medios abordan estas protestas reproduce un patrón ya conocido. Durante la llamada primavera árabe, numerosos análisis privilegiaron el papel de Facebook o Twitter como motores del cambio político. La atención se dirigía más al uso innovador de las redes sociales que a los procesos de pauperización, corrupción estructural, desigualdad y desempleo masivo que incubaron aquellas revueltas. Se llegó incluso a presentar a las plataformas digitales como agentes históricos, en una suerte de tecnoutopismo que reducía los levantamientos a «revoluciones de las redes».
Lo mismo sucedió con el 15M, los indignados y Occupy Wall Street. Se los presentaba como movimientos horizontales y «postclase», basados en la innovación comunicacional y en la espontaneidad generacional. Se oscurecía así una realidad evidente: la crisis de 2008 había intensificado la explotación y la desigualdad, golpeando de manera directa al proletariado y a las capas populares. La ideología mediática prefería hablar de «ciudadanía indignada» y no de depauperización de la clase obrera. En cualquier caso, entre los indignados también resonaba con fuerza –e incluso convirtiéndose en posición hegemónica– el desconcierto de muchos jóvenes procedentes de entornos acomodados o relativamente protegidos, que al intuir que su formación ya no garantizaba la continuidad del estatus familiar terminaron imprimiendo al movimiento un tono marcado por la inquietud ante un desclasamiento que apenas comenzaban a comprender.
Pero el ejemplo paradigmático sigue siendo Mayo del 68, canonizado como una revolución juvenil impulsada por el deseo de libertad y creatividad. A menudo se ignora que aquel movimiento adquirió su fuerza no por los estudiantes, sino por la clase obrera francesa que paralizó el país con diez millones de huelguistas. La mitificación generacional ha servido para neutralizar la memoria de lo que fue, en esencia, una huelga general con potencial revolucionario, pese a una dirección errónea.
Cuando analizamos las movilizaciones de la juventud en Indonesia, Nepal, Filipinas o Marruecos, encontramos una estructura común: el empobrecimiento constante de las capas trabajadoras, la precariedad crónica, el desempleo juvenil masivo, la inflación, el encarecimiento de la vida, la privatización de servicios esenciales y la expansión de modelos extractivistas que expulsan a comunidades enteras en el llamado tercer mundo de sus medios tradicionales de subsistencia.
Las protestas, aun sin una conciencia explícita de clase, brotan de estas condiciones materiales. Que muchos jóvenes no articulen su situación en términos marxistas no implica que su experiencia sea menos clasista: sufren la explotación capitalista en su forma más aguda. Se encuentran en la posición más vulnerable de la pirámide social y, por ello, más expuestos a sentirse empujados a la acción.
Es cierto que la mayoría de estas movilizaciones carecen de un embrión de conciencia de clase para sí. No existen hoy grandes partidos comunistas con capacidad de arraigo profundo en las masas juveniles, capaces de transformar la indignación espontánea en conciencia organizada. La juventud lucha, pero lo hace muchas veces sin un horizonte político claro, sin una estrategia sostenida, sin un proyecto que supere la inmediatez del descontento. Esa ausencia organizativa no despoja a la lucha de su carácter de clase, pero sí limita su potencia transformadora.
La insistencia en presentar a la juventud como un «nuevo sujeto revolucionario» no es una conspiración consciente ni un plan ideológico trazado desde algún centro de poder. En una sociedad organizada por relaciones de producción capitalistas, las interpretaciones dominantes –entre ellas, las periodísticas– reproducen espontáneamente los marcos que mejor se ajustan a la reproducción del propio sistema. El capitalismo no tiene voluntad ni autoconciencia: es un conjunto de relaciones sociales que orientan la acción de individuos e instituciones sin necesidad de que nadie dirija su lógica de conjunto.
Por eso resulta tan eficaz una narrativa generacional que diluye la relación entre clases. Al sustituir el conflicto capital-trabajo por tensiones entre edades, estilos culturales o modos de comunicarse, se invisibiliza a los grupos que producen la riqueza y a quienes se la apropian. La desigualdad deja de ser un problema estructural para convertirse en una brecha generacional o tecnológica. La protesta pierde así su poder explicativo y su capacidad de interpelar las estructuras materiales de la explotación.
Además, con esta narrativa generacional se pretende hacer pasar la juventud por un colectivo homogéneo, como si no estuviera atravesado por la misma estructura de clases sociales, si bien quizás no toda ella forme aún parte del entramado productivo. Toda esta narrativa, sin intención consciente, actúa como un velo: hace visible la creatividad, la vitalidad o la espontaneidad de la juventud –así, en abstracto–, pero oculta que su frustración nace de condiciones materiales impuestas por relaciones capitalistas específicas, condiciones que, sin duda, sufren en sus carnes más que nadie las hijas e hijos de familias trabajadoras. La ilusión del sujeto generacional convierte la rebeldía en un fenómeno cultural antes que en una respuesta necesaria a la explotación.
Ante este panorama, conviene recordar una verdad histórica que emerge en cada época de crisis: las revueltas juveniles pueden ser la chispa, pero sólo arraigan cuando encuentran un sujeto capaz de sostener el fuego. En momentos de agitación, cuando la indignación se vuelve palpable y las calles se llenan de creatividad y coraje, es tentador imaginar que basta con ese impulso para transformar el mundo. Pero la historia social muestra algo distinto: las sociedades cambian de raíz cuando la protesta logra anclarse allí donde se produce y distribuye la riqueza.
La clase obrera –no como consigna, sino como realidad material– conserva la única fuerza capaz de interrumpir el funcionamiento del orden existente. No porque posea un privilegio moral, sino porque su posición en el proceso productivo le otorga un poder objetivo: quien sostiene la producción puede interrumpirla, tomar su control, reorganizarla. La energía juvenil es esencial, y para no diluirse y perderse cuando esa rebeldía inicial reduce su intensidad, es necesario que la juventud de extracción obrera y popular se reconozca como lo que es: parte inseparable de su clase. Así, encontrará un cauce, una continuidad y un horizonte que trascienda ese impulso novel. Su educación y bagaje en la lucha y la organización en claves clasistas, por tanto, son garantía para la clase obrera de un futuro en mejores condiciones.
Cuando el impulso de quienes nacen o crecen en un mundo en crisis se encuentra con la experiencia, la organización y la fuerza estructural de quienes lo hacen funcionar, la chispa deja de ser destello y puede convertirse en proceso. Es en esa convergencia –y no en la exaltación abstracta de la juventud– donde se abre realmente la posibilidad de un cambio profundo.