El pasado 5 de abril en las ciudades de todo el país, la clase obrera y los sectores populares se movilizaron por el derecho a la vivienda. No es de extrañar: la imposibilidad de acceder a un espacio en el que vivir con independencia de la familia o la pareja, especialmente para los sectores más vulnerables de nuestra clase, es un hecho. Los salarios no dan para pagar un alquiler; tampoco el acceso a la propiedad, a través de una hipoteca, es una opción realista para la mayoría. Estamos obligados a compartir piso: con nuestros padres, con la pareja, con desconocidos, en casas cada vez más pequeñas, en peores condiciones de habitabilidad y, sin embargo, más caras. Porque el alquiler y el precio de la vivienda no han dejado de subir.
El problema se presenta en nuestras vidas en forma de violencia. Simplemente, no podemos vivir: nuestro presente es un circuito frenético que discurre entre el trabajo temporal, inseguro, el paro y la incertidumbre habitacional. Quienes vivimos del trabajo sobrevivimos apenas entre la inseguridad y el miedo (a la reacción, a la guerra) y ni una casa en condiciones nos es garantizada. La Ley de Vivienda no nos sirve: favorece y apuntala una situación en la que los grandes tenedores de vivienda pueden seguir especulando con los precios de nuestras casas. A quienes hoy se nos niega un sitio en el que vivir somos las generaciones que crecimos con la crisis de 2008, tras cuyo estallido –catalizado por la burbuja inmobiliaria– los desahucios hipotecarios –y los despidos, y la violencia policial– eran el día a día en nuestro país. Durante aquellos años se escuchaban consignas en las plazas, y los telediarios se abrían con imágenes de manifestaciones. Las manos abiertas en alto fueron el símbolo de aquel periodo.
El símbolo de un periodo contradictorio, rebosante de aprendizajes, en cuyo liderazgo político se erigieron aquellos que decían que para articular una propuesta de mayorías contra la crisis no podía hablarse de lucha de clases; que vaciaban la palabra hegemonía de toda su operatividad revolucionaria para convertirla en la fórmula mágica para la irradiación –otra palabra que gustaba entonces– del consenso en el movimiento de masas (sin preguntarse, eso sí, lo fundamental: consenso en torno a los intereses de qué clase). El precariado era el sujeto del cambio: aquellos jóvenes a quienes se les había prometido una vida acorde con las posibilidades del crecimiento capitalista pero que veían barridas sus aspiraciones con los vientos de la crisis. Para ser justos, los intereses de la clase obrera no estaban en disposición de erigirse en dirección de aquel ciclo de movilizaciones ni pudieron siquiera apenas articularse y estructurarse en un camino independiente, con objetivos propios. Y como nada es neutral en la lucha de clases, aquella debilidad histórica se tradujo en limitaciones políticas, ideológicas y organizativas que nos hicieron caminar a rebufo de aquellas capas sociales a las que les era suficiente, al menos en el corto plazo, con un programa de reformas. Las manos abiertas, el Estado neutral, la seducción imperialista, la versión actualizada de Bernstein, el marxismo mutilado.
Los ingenieros de la movilización social de entonces entraron en los ministerios y sus herederos (le duela a quien le duela y pese a los divorcios de matiz) hoy lastimosamente firman créditos de guerra, nos condenan a la precariedad actualizada y sirven a patronos y rentistas facilitando el consenso y la paz social. La acelerada reconfiguración de la socialdemocracia, coherente con nuestros tiempos de inmediatez exacerbada, expresa y sintetiza a la perfección el momento político. Otra crisis, la guerra, la cada vez mayor estrechez capitalista que muestra a cara perro el carácter inherentemente violento y explotador del modo de producción.
Hoy, que ya no hay clavos ardiendo a los que aferrarse, es demasiado fácil hablar de que no han de repetirse los errores de aquel ciclo. Pero la crítica al modo burgués, exterior por definición y fundamento, corre el riesgo de voltear completamente la superficie y acabar en el mismo punto de origen. En estos últimos años la clase obrera ha perdido músculo, eso es indudable: algo tendrá que ver el papel de las cúpulas sindicales que, plenamente sometidas a los designios de sus respectivos referentes políticos, no han dudado ni una sola vez en cerrar filas con el Gobierno en su política antiobrera y antipopular. Podríamos hablar de que para recuperar ese músculo hace falta más organización de base frente a la política electoral; o retornar a aquella obsesión con la política de mayorías cercana al populismo tan de moda no hace tanto en los ambientes universitarios. Pero volveríamos a caer en la superficialidad de la forma en la que casi todo contenido cabe. Sin embargo, la política no es neutral. Así que mientras la hegemonía no sea un término que, además de hacernos parecer medio listos al usarlo, se refiera, en lenguaje político concreto, al poder y la dirección de clase; mientras las hojas de ruta de los movimientos de masas no sean mediaciones que se piensen desde, por y para la clase obrera; mientras no se articulen colocando la contradicción en torno a la cual se erigen las sociedades capitalistas, la contradicción capital-trabajo, en el centro de su acción, estamos abocados a la repetición y, con ella, a la derrota.
En ese aletargamiento, desunión, sectorialización, en que nadamos hoy como clase, es cierto que el problema de la vivienda se presenta como una de las principales preocupaciones sociales. Es lógico que amplios sectores populares nos movilicemos porque nuestros amigos o conocidos, nuestros hijos, nosotros mismos, sufrimos por el acceso a un hogar; o, mejor dicho, por la falta de él. Y es lógico que tal movilización, en primer momento, se dé tal como se presenta el problema, aparentemente separado de la contradicción principal. Es, por tanto, igualmente lógico que las propuestas teóricas, políticas y organizativas supeditadas a aquella apariencia tengan, hoy, más proyección. Pero, por simplificar, el inquilinato de hoy no puede convertirse en el precariado de ayer: la operatividad revolucionaria de un concepto está en su cientificidad. Por eso elevar los intereses de este grupo social, heterogéneo, a la dirección del conjunto del movimiento por la vivienda es un error: porque los intereses de este grupo social no son tampoco homogéneos y se corre el peligro de ceder la hegemonía a aquellas capas sociales a las que les basta con resolver su situación dentro de los márgenes capitalistas. Aunque ahora critiquen la estrategia electoral a la luz de la experiencia.
El otro es el camino de la independencia política de la clase obrera: el camino de colocar en el centro los intereses de la clase obrera. Pero esto exige de un análisis histórico concreto que mire de frente a la realidad, que ubique en la economía política el problema de la vivienda, que estudie con detenimiento la estructura de la propiedad en España, que presente unificado aquello que en apariencia se presenta en departamentos o esferas diferenciadas: que plantee abiertamente que el problema de la vivienda es un problema fundamentalmente capitalista, que hace de esta una mercancía, y cuya base material es la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. Un problema que, por tanto, es sólo superable en tanto se supere el modo de producción. Claro que de ello se infieren necesariamente conclusiones estratégicas, tácticas y organizativas.
La primera es que la centralidad de la clase en el movimiento de masas sólo se garantiza a través de la fortaleza material, política e ideológica, del movimiento obrero. Y el principal problema es que la situación que heredamos los revolucionarios hoy es tremendamente negativa en dicho sentido: años de conciliación de clases, favorecida por los dirigentes oportunistas y cúpulas sindicales, y unas transformaciones en el ámbito productivo que erosionan las trincheras y posiciones ganadas concluyen en un aletargamiento sin precedentes. La conclusión fácil, instintivamente burguesa, es la de aprovechar los otros resortes de la movilización social para estructurar a la clase fuera del ámbito productivo. Bajo esta reflexión hay quien encuentra en la lucha por la vivienda un lugar político más permanente, más estable, que el centro de trabajo (cada vez más flexible y ultratemporal) en el que poder organizar políticamente a la clase como mediación necesaria del proceso de acumulación de fuerzas. Una conclusión bastante sonada en los distintos extremos del oportunismo político.
La táctica gobernando la estrategia, si asumimos que la revolución socialista exige de un control masivo de la producción para edificar la sociedad futura. La conclusión eternamente oportunista de posponer las tareas revolucionarias. La inmediatez y la urgencia frente a la paciencia –que no complacencia– revolucionaria. Este error fundamental, además, conlleva distorsiones prácticas severas, pues renunciar a priorizar la intervención en el nervio de la producción capitalista, allí donde la clase se estructura homogéneamente en tanto clase productora y necesaria, puede llevar –y de hecho ya ha llevado– a buscar la homogeneidad allí donde no puede encontrarse, a no asumir que en determinados ámbitos de la vida social el sujeto a organizar es necesariamente heterogéneo en su composición de clase; y que la gran victoria revolucionaria es precisamente su articulación bajo la bandera proletaria, Partido Comunista mediante (de Nuevo Tipo, por si hay dudas). Así que la segunda conclusión organizativa es que la situación de debilidad de nuestras fuerzas sólo puede afrontarse con inteligencia estratégica: a través del estudio concreto del capitalismo contemporáneo y el reconocimiento de la estructura social que aspiramos a transformar, para inferir de ella las formas organizativas y de combate que le sean necesarias.
Si en el próximo ciclo de movilización el movimiento por la vivienda, las formas de resistencia y lucha obreras y populares que se articulan en nuestros barrios, reconocen de hecho la centralidad del movimiento obrero, toda vez que este camina en la senda de su recomposición política y organizativa, si avanza en la definición de su programa propio e independiente (contra la guerra imperialista, contra la carestía de la vida y la flexibilización laboral y por la unidad de toda la clase obrera frente al capitalismo y la reacción), si se establecen sinergias que vinculen de facto y en la práctica política la lucha por el salario y contra la carestía de la vivienda, si todo lo cual redunda en un fortalecimiento también en términos de estructuración, entonces sí habremos avanzado en nuestras tareas. De nosotros depende que el símbolo de este ciclo de luchas no sean más las manos abiertas sino los puños cerrados.