Corrupción y poder: PSOE, PP y el eslabón invisible de los corruptores

Los casos de corrupción que sacuden cíclicamente al Partido Popular y al Partido Socialista Obrero Español no son anomalías ni accidentes desafortunados de la vida política. Más bien, son la expresión reiterada de un sistema cuya forma política requiere de estas prácticas para funcionar de manera eficaz. La corrupción, lejos de ser una desviación moral de unos pocos malos actores, es una forma de gestión del capital y del poder. El caso Ábalos-Cerdán, que ha colocado nuevamente al PSOE bajo el foco, no debe ser interpretado como un episodio aislado, sino como reflejo de un entramado estructural que afecta por igual a ambos grandes partidos del régimen del 78.

La corrupción política no puede entenderse sin su eslabón más oculto y, a la vez, más decisivo: los corruptores. En cada mordida, en cada adjudicación irregular, en cada contrato inflado, hay una empresa, un grupo económico o una red de intereses que obtiene beneficios concretos. Es muy ilustrativo observar cómo Acciona, la empresa agradecida con Cerdán por la adjudicación de obras, también donaba a la caja B del PP y también amañó concursos de carreteras de 2014 a 2018. Políticos o directivos son apartados, pero la lógica subyacente sigue operando y encuentra nuevas figuras en las que encarnarse. El problema no es solo que un político cobre una comisión, sino qué intereses están financiando esa comisión y por qué. La figura del empresario que paga por obtener favores –licencias, concesiones, obras públicas– es tan central como la del político que acepta el soborno.

Sin esta otra mitad del fenómeno, sin entender cómo las empresas se articulan con los aparatos del Estado para influir en decisiones y redirigir recursos públicos, cualquier crítica a la corrupción se queda en el terreno moral. Es ahí donde reside una de las principales limitaciones del discurso anticorrupción tradicional: denuncia al ladrón, pero no al sistema que lo convierte en intermediario de una lógica de acumulación. La corrupción, como forma de gestión capitalista del Estado, permite acelerar procesos de concentración de capital, garantiza retornos rápidos y asegura la fidelidad de ciertos sectores empresariales. No es un fallo: es una función.

Desde Leire Díez, Koldo García, Ábalos o Santos Cerdán hasta el entorno más próximo de Ayuso y su pareja defraudadora confesa, pasando por los tentáculos judiciales del lawfare y las asociaciones ultraderechistas como Manos Limpias o Hazte Oír, lo que emerge es una disputa entre dos grandes bloques políticos por el control del aparato estatal. Ambos representan variantes del mismo modelo de gestión: el capitalista. Sus diferencias –retóricas o de estilo– no impiden que compartan una misma lógica de fondo. En un contexto de reducción de las tasas de ganancia y creciente dificultad para reproducir beneficios, los partidos se convierten en administradores de intereses privados que compiten por el acceso al presupuesto público y al aparato regulador.

La corrupción no es un obstáculo a esta competencia, sino uno de sus mecanismos. Que el PSOE tenga hoy que lidiar con el escándalo de Cerdán mientras negocia los presupuestos, o que el PP intente desgastar al Gobierno apoyándose en filtraciones judiciales y mediáticas, no hace sino mostrar que el conflicto político se despliega en el corazón mismo de los aparatos del Estado. El lawfare, las campañas mediáticas y las purgas internas no son signos de disfunción: son la forma en que este sistema se reorganiza, especialmente en tiempos de crisis.

Ante esta situación, muchos votantes socialdemócratas se enfrentan a una contradicción brutal: tragar con escándalos de corrupción en su partido supuestamente para evitar la llegada de la ultraderecha. El miedo a un Gobierno de PP y Vox actúa como chantaje emocional que inmoviliza a amplias capas progresistas. Se plantea así un falso dilema: o se acepta al corrupto conocido o se entrega el poder a una derecha aún más reaccionaria. Esta lógica conduce a una normalización de las prácticas corruptas bajo el pretexto de «no hacerle el juego a la derecha».

Por su parte, Podemos, como expresión de una socialdemocracia radicalizada y en tensión con el bipartidismo, presenta un discurso más radical, más combativo, pero todavía desde las lógicas moralistas. Su perspectiva es que la determinación esencial que lleva a la corrupción es el propio poder, la posición privilegiada que implica, y por ello hay que implantar mecanismos de contención más efectivos y descartar a un bipartidismo que está infectado hasta la médula. Esta visión, aunque útil para la supervivencia del partido de Montero y Belarra, no llega al fondo de la cuestión: la corrupción no ocurre por una maldad abstracta intrínseca al poder, sino porque es un instrumento de dominación en la forma política capitalista. No es un problema del bipartidismo, sino del partidismo capitalista.

Preguntémonos: ¿puede haber capitalismo sin corrupción? Técnicamente, sí. Pero sería un capitalismo más lento, más burocrático y, por tanto, menos eficaz para los objetivos de acumulación de capital. Las mordidas, las comisiones y los favoritismos permiten atajos en la asignación de recursos, blindan posiciones de poder y permiten cerrar alianzas duraderas entre sectores empresariales y partidos. La corrupción funciona como un lubricante que agiliza los engranajes del sistema. Es una vía paralela que conecta la base económica con la superestructura política, moldeando y agilizando los procedimientos formales del Estado de derecho.

Por eso, limitar la crítica a la corrupción a un problema de individuos, o de partidos concretos, es, en el fondo, funcional al sistema. En lugar de cuestionar la estructura, se busca regenerarla mediante cambios estéticos o éticos. Pero mientras la forma política siga siendo capitalista, es decir, mientras el Estado se mantenga como un espacio de intermediación de intereses privados y de reproducción de relaciones de clase, la corrupción seguirá existiendo. Podrá cambiar de forma, de nombres y de protagonistas, pero no desaparecerá.

En este contexto, debemos ser cuidadosos para no caer en otra trampa: la de la instrumentalización mediática de la corrupción. Cuando salen a la luz casos como el de Santos Cerdán, no lo hacen por una súbita pulsión de justicia. Muchas veces, estas filtraciones responden a operaciones internas de sectores del capital, en este caso con vínculos estrechos con la dirección del PP, la judicatura, la ultraderecha o el denominado Estado profundo, que buscan desgastar al actual Gobierno de coalición. Señalar esto no implica justificar la corrupción ni mirar para otro lado, pero sí exige una lectura más compleja que la simple indignación moral.

Para garantizar una posición independiente de clase es fundamental denunciar la corrupción, pero también identificar el papel que cumplen los poderes económicos, mediáticos y judiciales en estas campañas. De lo contrario, corremos el riesgo de convertirnos en herramientas útiles de los sectores del capital afines, en este caso, a la derecha del Estado. No se trata de silenciar los escándalos por miedo a beneficiar a la derecha, ni de explotarlos sin contexto. Se trata de construir una crítica que sea, a la vez, ética y estructural, que desenmascare a los corruptos pero también a los corruptores, y que ponga en cuestión la forma política que los produce y los reproduce y el sistema económico que los necesita.

La corrupción no es una mancha que deba limpiarse, sino un síntoma de un sistema que, sin ella, funcionaría peor. Mientras el capitalismo siga siendo el modelo organizativo de la vida social y política, habrá Ábalos, habrá Ayusos, habrá mordidas, comisiones y favores. Y detrás de cada uno de ellos habrá siempre una empresa, un interés privado, un corruptor que permanece en la sombra. Y, mientras no lo nombremos, solo estaremos cambiando de actores en la misma tragicomedia.

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