Agosto de 1945. Hace 80 años exactos, el cielo resplandeció en Hiroshima y Nagasaki, y la humanidad palideció en todo el mundo. La Segunda Guerra Mundial acabaría con un terror insólito, convertido en amenaza de EE.UU. para todos sus enemigos y, especialmente, para el aliado circunstancial que era la URSS. El calor nuclear daría paso a la Guerra Fría entre bloques capitalista y socialista, pero en este primer bloque, también, a un nuevo reparto del mundo entre los vencedores.
El resultado de la guerra fue evidente en el mundo capitalista: Estados Unidos surgió como vencedor entre vencedores, respaldado por una industria casi intacta y un poder militar superior. Europa, por su parte, era un continente de potencias reducidas a ruinas y cenizas, suficientemente frágiles para ser desafiadas por las colonias, que veían por fin una grieta en los mecanismos del imperialismo y una oportunidad de ruptura con el mismo.
Urgía reorganizar el mundo capitalista para afrontar los nuevos desafíos que imponían tanto los países socialistas en Europa como las luchas de liberación nacional en África, América Latina y Asia. Y se hizo a la manera habitual de los capitalistas: con exportación de capitales y asociaciones de capitalistas para defender sus intereses comunes. Estados Unidos inició en 1948 el Programa de Recuperación Europea –el conocido como Plan Marshall–, que destinó miles de millones de dólares a reconstruir Europa. Pero no fue una generosa ayuda desinteresada: ya el propio preámbulo indicaba que la principal función del plan era «promover (…) el bienestar general, el interés nacional y la política exterior de Estados Unidos a través de las medidas económicas, financieras y otras medidas necesarias (…) coherentes con el mantenimiento de la fuerza y estabilidad de Estados Unidos», lo cual se tradujo en la compra de mercancías made in USA y en la fuerte penetración de monopolios norteamericanos en los mercados europeos; en última instancia, una interdependencia entre Estados Unidos y Europa sumamente desigual a favor de aquellos. El plan solo duró cuatro años, pero lograron, eso sí, impulsar la economía capitalista y sentar las bases de las alianzas imperialistas europeas: la Organización Europea para la Cooperación Económica –vinculada directamente al Plan Marshall–; la Unión Europea Occidental, en 1948 –reconvertida en OTAN al año siguiente–; el Consejo de Europa, en 1949; y la Comunidad Europea del Carbón y el Acero –precursora de la Comunidad Económica Europea y a la postre de la Unión Europea actual–, en 1951.
El mundo capitalista, ya reorganizado en torno a la hegemonía estadounidense, podía por fin retomar la ofensiva contra el socialismo, ocultada bajo la denominación de política de «contención». La creación de la OTAN –alimentada por el resultado de la guerra civil china– trajo consigo la exigencia de cuadruplicar el presupuesto militar. Intervenciones militares y golpes de estado patrocinados o directamente dirigidos desde Washington se sucedieron por todo el planeta en las siguientes décadas, mientras se financiaban instrumentos de propaganda anticomunista en Europa del Este y se instauraban redes de activos paramilitares anticomunistas especialmente en América Latina y la Europa capitalista. En el contexto de la Guerra Fría, el Occidente capitalista siguió utilizando la paz imperialista para prepararse ante las guerras del futuro.
La destrucción del bloque socialista y la victoria –temporal– de la contrarrevolución, en 1991, supuso un hito histórico. Parecía que el capitalismo había vencido definitivamente, y no tardaron en salir propagandistas a vender el «fin de la historia». Los imperialistas no tenían un sistema antagónico al que combatir, y este orden unipolar solo podía significar una cosa: que esos mismos imperialistas podrían dedicarse a la competencia entre ellos.
Una competencia que, por cierto, nunca dejó de suceder, pero que adquiría un nuevo nivel en el reparto de los nuevos mercados –casi vírgenes– en los territorios del este de Europa. Un reparto al que también acudieron los contrarrevolucionarios del antiguo bloque socialista y los beneficiarios de la aplicación en décadas anteriores de las doctrinas del «socialismo de mercado» en varios países aún formalmente socialistas, y en el cual se han ido generando nuevas alianzas y nuevos equilibrios de poder conforme los países iban teniendo mayor o menor fuerza para imponerse a otros competidores.
Así, llegamos a la situación actual, donde ya no podemos hablar de un mundo unipolar, dominado por Estados Unidos. Hoy, la situación que presenciamos es la de varios bloques enfrentados, pero, lejos de parecerse a la situación de la Guerra Fría de confrontación entre dos sistemas, se trata de una lucha entre distintos Estados por el predominio en su región y, en última instancia, por la cúspide del sistema capitalista en su fase superior, su fase imperialista.
En los últimos años, esta multipolaridad, imperante y real, se ha ido justificando por parte de los Estados que aspiran a utilizar esta ventana de oportunidad para subir escalones de distintas maneras, bien desde el nacionalismo y el chovinismo –propio de la tendencia inherente a este sistema hacia posiciones reaccionarias–, bien desde la apelación a la igualdad y la justicia social, argumentos que calan bien entre ciertos sectores de «la izquierda» e incluso comunistas. Por desgracia, hoy no es difícil encontrar a quienes, aun reclamando a Lenin, compran el último refrito del ultraimperialismo de Kautsky y justifican de paso la retórica anticomunista de Vladímir Putin –quien gusta de citar al fascista Iván Ilyín– o el amor del «camarada» Xi Jinping por el idealismo de Confucio. Todo, a cambio de una supuesta promesa de paz basada en la «santa alianza de los imperialistas», que se controlarán entre sí para evitar nuevas guerras o, en su interpretación, controlarán las aspiraciones violentas de Estados Unidos.
¿Se corresponden estas ideas con la realidad? Con los datos en la mano, parece que no. De acuerdo con cifras oficiales, 2024 fue el año con más conflictos activos en los que participó al menos un Estado, superando los 59 del año 2023 y convirtiéndose en la cifra más alta desde 1946. El posicionamiento público cada vez más notorio, tanto en España como en otros países, a favor del aumento del gasto militar y el rearme, así como la recuperación de debates en torno al servicio militar obligatorio, a la creación del Euroejército, a la cuestión de la «autonomía estratégica» de la Unión Europea frente a Estados Unidos, e incluso al uso de menores de edad en operaciones militares –pregunten al ministro de Defensa griego su opinión sobre los niños con autismo–, hablan muy nítidamente de cómo se están organizando los preparativos de la próxima guerra generalizada, que parece que tendrá lugar más pronto que tarde.
Hiroshima y Nagasaki consolidaron una situación extraña dentro de la Historia: la de un Estado capaz de hegemonizar, incontestado, el mundo imperialista. Hoy, las condiciones de desarrollo del capitalismo han permitido superar esta rara avis y volver a una situación de competencia entre varios monopolios en liza y, por extensión, entre los Estados que los protegen.