Seguros antiokupación y escuadrones parapoliciales: el rostro violento de la propiedad privada

Queda cada vez más claro que el mercado de los seguros ha encontrado en la llamada «okupación» un filón que poco tiene que ver con la dimensión real del fenómeno. La proliferación de pólizas «antiokupación», que en apenas unos años han pasado de ser un nicho marginal a estar presentes en más del setenta por ciento de los nuevos contratos de hogar, no responde a un incremento sustancial de casos, sino al éxito de una campaña mediática persistente. Dicha campaña responde a intereses económicos concretos: aseguradoras que ven en la alarma social una oportunidad para expandir un mercado, y sectores propietarios que buscan mantener la rentabilidad de sus activos inmobiliarios, incrementando su control sobre la vivienda como mercancía. La paradoja es evidente: mientras las cifras oficiales sitúan la ocupación ilegal como un fenómeno reducido y con muy poca incidencia, el discurso dominante ha conseguido instalar la idea de que cualquiera puede encontrarse con su vivienda usurpada en cuestión de horas, alimentando miedos que se traducen en negocio asegurador.

Ese negocio, sin embargo, no se detiene ahí. A la sombra de la narrativa de la amenaza «okupa» ha crecido todo un ecosistema de empresas de desalojo que, amparadas por la pasividad institucional y en ocasiones por la complicidad de gobiernos autonómicos y locales, operan al margen de la legalidad. Se presentan como compañías de seguridad o intermediación, pero en realidad funcionan como escuadrones parapoliciales, formados en gran medida por individuos vinculados a la ultraderecha, con trayectorias en grupos neonazis y, en no pocos casos, con antecedentes penales. No es casualidad: el reclutamiento de estos perfiles no solo garantiza una disposición a la violencia, sino también una estética de intimidación que se convierte en parte de su estrategia. La imagen de hombres corpulentos, tatuados con simbología fascista, golpeando puertas o acosando inquilinos vulnerables no es un error de marketing, sino la esencia de su método. En un contexto de auge de la reacción, el papel de las «empresas de desokupa» es sencillo; son fuerzas de asalto que nos muestran la utilidad de los grupos fascistas para la burguesía: defender la propiedad privada incluso por encima de la propia legalidad capitalista.

El reciente caso de Valencia ejemplifica esta dinámica: la actuación de una empresa de desokupación que destroza una puerta y expulsa a una inquilina es, en esencia, una demostración de la impunidad de los escuadrones fascistas.  El procedimiento judicial, lento e incapaz de responder a la velocidad del mercado, queda sustituido por la acción directa de estos grupos paramilitares, que aseguran que la vivienda continúe siendo un activo financiero líquido y explotable. El carácter estructural de este problema se evidencia al observar que estas empresas no actúan aisladas, sino que forman parte de un engranaje que convierte la vivienda en mercancía.

No se trata de anécdotas inconexas, sino de un entramado en el que confluyen intereses diversos: el de aseguradoras que venden pólizas contra un peligro inflado artificialmente; el de empresas parapoliciales que se lucran ejerciendo coacción y miedo; el de propietarios e inversores que hacen de la vivienda un bien inalcanzable para la mayoría trabajadora; y el de medios y pseudomedios de comunicación que utilizan el morbo para luego incluir anuncios de alarmas y seguros. Este triángulo se sostiene sobre una gran mentira: que el verdadero problema de la vivienda es la «okupación», cuando en realidad el drama se encuentra en los alquileres desorbitados, en la especulación que vacía edificios enteros para destinarlos a usos más rentables, en la falta de vivienda pública y en la impunidad con que los fondos buitre acumulan propiedades mientras miles de familias viven con la incertidumbre de no poder pagar el próximo recibo.

La política, lejos de ofrecer una solución, ha contribuido a reforzar esta dinámica. En febrero pasado, una proposición no de ley presentada por Podemos para ilegalizar a estas empresas fue rechazada en el Congreso gracias a la abstención del PSOE. La iniciativa, que describía con precisión a estas entidades como «comandos paramilitares y neonazis, mal llamados empresas de desokupación», parece la lógica de una opción «progresista». Sin embargo, el PSOE prefirió no pronunciarse, situándose en un calculado «perfil bajo» que en la práctica supone un aval a la continuidad de estas actividades, representando una vez más los intereses de los lobbies inmobiliarios.

El papel de Podemos, por su parte, también evidencia los límites de la estrategia reformista. Durante los años de Gobierno en coalición, no impulsó medidas efectivas para frenar la expansión de estas empresas, y presentó la propuesta de ilegalización solo cuando la legislatura ya se encontraba en sus últimos meses para marcar perfil propio frente a Yolanda Díaz. Esta dinámica refleja la contradicción entre la intención de transformación social y la imposibilidad de actuar plenamente frente a un sistema en el que la estructura de propiedad y capital domina sobre las decisiones políticas, limitando la acción parlamentaria al estrecho campo de «lo posible».

La atención pública, manipulada por la narrativa mediática, se centra en la supuesta amenaza de la ocupación, desviando el foco de la explotación estructural que produce la escasez de vivienda asequible. La vivienda, en este contexto, deja de ser un derecho para convertirse en mercancía, cuyo valor y seguridad dependen de la acumulación de capital y la defensa de intereses privados. La lógica del capital transforma cualquier conflicto social en un problema de seguridad individual: los seguros «antiokupación» y los escuadrones violentos son la externalización de la violencia inherente al sistema, disfrazada de protección frente a un enemigo construido artificialmente.

El vínculo con fondos buitre y grandes tenedores de vivienda evidencia el carácter sistémico del problema. Por un lado, desahucios legales, que formalmente respetan el marco jurídico, sirven para maximizar la rentabilidad de la propiedad; por otro, desahucios violentos y extrajudiciales ejecutados por empresas paramilitares aceleran la liquidez de los activos, reforzando la subordinación de la población trabajadora al capital. Este doble mecanismo revela cómo el derecho a la vivienda se subordina a la acumulación de capital y cómo la violencia se convierte en un instrumento funcional para mantener la hegemonía de la propiedad privada sobre la vida de los sectores populares.

La cultura del miedo que se ha instalado en torno a la ocupación cumple una función ideológica: legitima la privatización de la fuerza y la defensa del capital frente a la población, al mismo tiempo que oculta la explotación estructural. Los seguros «antiokupación» consolidan la idea de que los trabajadores pueden ser víctimas de sus propios vecinos, mientras las empresas de desalojo actúan con impunidad, en una sinergia que reproduce las desigualdades de clase. La política institucional, desde la abstención del PSOE hasta la limitación de la acción de Podemos, confirma que el aparato estatal protege el interés del capital más que el derecho social, reproduciendo la jerarquía económica y consolidando la posición dominante de la clase propietaria.

El panorama que emerge es la cristalización de la contradicción central del capitalismo: la vivienda como necesidad social frente a la vivienda como mercancía. Mientras el derecho a un hogar digno permanezca subordinado a la lógica de la acumulación, la explotación estructural continuará, y fenómenos como los seguros «antiokupación» o las empresas paramilitares no son anomalías, sino mecanismos funcionales para sostener el sistema. La lucha por la vivienda, por tanto, no puede limitarse a reformar políticas aisladas, sino que exige cuestionar la propia estructura de propiedad y el modo de producción capitalista, ubicando el problema de la vivienda en la economía política. Así mismo, la lucha por el derecho a la vivienda ha de reconocer la centralidad del movimiento obrero como agente político independiente, uniendo de facto y en la práctica política la lucha por el salario y contra la carestía de la vivienda.

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