El derecho al aborto, más allá de los falsos dilemas de la sociedad burguesa

Todos los 28 de septiembre se celebra el Día por la Despenalización y Legalización del Aborto. En España, cada día se realizan alrededor de 250 interrupciones voluntarias del embarazo. No son simples cifras en una tabla estadística: detrás de cada número hay una mujer, una historia, una encrucijada marcada por la desigualdad. Algunas viven este proceso en silencio, otras bajo el estigma y los insultos de quienes las llaman asesinas. En paralelo, los sectores autodenominados progresistas levantan pancartas en defensa del derecho a decidir. Pero en este combate de consignas, casi nadie se atreve a mirar al suelo: ahí, en el barro del desconocimiento y la precariedad, está la verdadera raíz de por qué tantas mujeres en España tienen que interrumpir un embarazo.

El debate burgués reduce todo a dos casillas opuestas: «pro-vida» o «pro-aborto». La primera se reviste de moral religiosa y de una supuesta defensa de la infancia, olvidando que más de 2,7 millones de niños y niñas en España –el 34 %– crecen en riesgo de pobreza o exclusión social. La segunda, envuelta en un progresismo satisfecho, proclama el aborto como un derecho conquistado, pero evita la pregunta central: ¿por qué llega una mujer a esa situación? En este choque de consignas, la vida real –la que exige techo, comida, salario y seguridad– queda fuera de foco.

Las cifras oficiales de 2023 son claras. Ese año se practicaron 103.097 abortos en España, el mayor número en una década. De ellos, el 93,9 % se realizaron «a petición de la mujer», es decir, sin un motivo médico específico. Apenas un 6,1 % respondió a problemas graves de salud de la gestante o a anomalías fetales. Y un dato especialmente revelador: el 46,5 % de las mujeres que abortaron no había utilizado ningún método anticonceptivo en la relación sexual que originó el embarazo. Este dato sugiere que, en España, buena parte de las IVE deriva de embarazos no planificados, con un trasfondo de déficit estructural en educación sexo-afectiva.

No hablamos de anécdotas aisladas. Estamos ante una tendencia social: miles de mujeres interrumpen el embarazo no porque hayan «decidido» libremente hacerlo en un marco de igualdad, sino porque han quedado embarazadas sin planificarlo, en un contexto donde la educación sexual es débil, fragmentada o inexistente. La consecuencia es que, una vez frente a la disyuntiva, algunas deciden abortar porque no quieren ser madres, y otras porque no pueden asumirlo económicamente. Ambas situaciones son hijas de un mismo problema: la combinación de una serie de condicionantes materiales que limitan una planificación consciente y libre y la ausencia de una educación sexual integral y emancipadora que permita prevenir embarazos no deseados desde la raíz.

La educación sexual en España es un campo minado. Aunque la ley educativa contempla la inclusión de contenidos de salud sexual y reproductiva, en la práctica estos dependen del centro, del profesorado, del entorno ideológico y hasta de la comunidad autónoma. Los datos sobre educación sexual en España muestran una clara desigualdad según tipo de centro y clase social. En colegios públicos urbanos, el 40–50 % del alumnado recibe educación sexual integral, mientras que el 50–60 % solo obtiene contenidos biológicos, y en zonas rurales esta baja al 20–30 %. En colegios concertados religiosos, apenas el 10–20 % recibe educación completa, y en el resto predominan enfoques biológicos o moralizantes. En privados de élite urbanos, entre el 60–80 % accede a educación integral gracias a talleres y asesoría profesional. Este patrón refleja que la cobertura depende menos de la ley que de los recursos: las familias con capital económico garantizan formación integral, mientras que las hijas de clase trabajadora quedan con educación fragmentaria, lo que incrementa el riesgo de embarazos no deseados.

La educación afectivo-sexual y el conocimiento del consentimiento y el deseo son esenciales para que las mujeres tomen decisiones conscientes sobre su cuerpo y sus relaciones. No basta con saber biología: entender emociones, respeto y dinámicas de poder previene embarazos no deseados y violencia sexual, y permite que la maternidad o la interrupción del embarazo sean decisiones informadas, no fruto de la ignorancia o la presión social.

Y mientras tanto, el acceso al aborto sigue siendo también desigual. En comunidades como Castilla-La Mancha o Extremadura no hay hospitales públicos que practiquen abortos quirúrgicos, y la derivación a clínicas privadas concertadas o a otras provincias deja a las mujeres con el peso económico del desplazamiento y, en muchos casos, de la estancia. El ministerio de Igualdad reconoce que la objeción de conciencia en algunos hospitales es del 100 % y es uno de los principales obstáculos. Quien tiene recursos resuelve; quien no, espera, viaja o asume riesgos para su salud.

Aunque por ley las comunidades autónomas deben cubrir los gastos de desplazamiento y estancia cuando no hay servicios públicos de aborto disponibles, muchas mujeres enfrentan obstáculos reales: la falta de protocolos claros, exigencias burocráticas estrictas, interpretaciones restrictivas de la normativa y la insuficiente asignación presupuestaria dificultan el acceso efectivo a estas ayudas. Como resultado, muchas tienen que costearse ellas mismas esos gastos, con lo que un derecho reconocido se convierte en una carga económica que solo quienes disponen de recursos pueden asumir.

A esta desigualdad se suma un dato que retrata el alcance del problema: según el ministerio de Sanidad, en 2022 más del 85 % de las IVE se realizaron en centros privados. Aunque la ley reconoce el aborto como una prestación del Sistema Nacional de Salud, su ejecución real recae en clínicas concertadas cuya distribución es desigual. Esto implica que para una mujer en una gran ciudad el acceso sea rápido y seguro, mientras que para otra suponga un viaje de horas, días de ausencia laboral, costes añadidos y un desgaste emocional que ninguna ley contempla. Esta geografía de derechos a distintas velocidades es, en sí misma, una forma de violencia estructural.

El capitalismo necesita mujeres que puedan sostener la crianza, pero al mismo tiempo precariza sus condiciones materiales y bloquea el acceso al conocimiento que permitiría planificarla conscientemente. Así, la mujer trabajadora queda atrapada: o cría en condiciones de miseria o interrumpe un embarazo no deseado. En ambos casos, el sistema descarga sobre ella la responsabilidad de una contradicción que es estructural. El aborto, entonces, no aparece como una elección libre, sino como la única salida ante la falta de alternativas.

El debate político y mediático rehúye este análisis. La derecha reaccionaria centra su discurso en la condena moral, sin cuestionar jamás que casi la mitad de las mujeres que abortan nunca tuvieron acceso a una educación sexual adecuada. El progresismo institucional celebra el aborto como derecho conquistado, pero no se atreve a plantear un plan nacional de educación sexual integral, universal y científica que vaya más allá de los folletos puntuales o los talleres externalizados.

El aborto debe ser entendido como lo que realmente es: un termómetro de la desigualdad social y educativa. Que cada año más de 100.000 mujeres en España se vean obligadas a interrumpir un embarazo no es una cuestión de moral individual, sino una expresión de cómo el capitalismo gestiona la reproducción de la vida. Mientras no haya educación sexual integral, gratuita y universal, mientras los anticonceptivos sigan siendo un lujo para muchas, y mientras la crianza siga siendo una carga individual en vez de social, el aborto seguirá constituyendo para millones de mujeres la única salida ante una situación que nunca eligieron realmente.

En los despachos donde se legisla, la distancia entre las palabras y la realidad es obscena. Pero en las aulas sin educación afectivo-sexual, en las salas de espera de los hospitales y en los autobuses hacia otra provincia, el dilema se resuelve con lágrimas, culpas y cicatrices invisibles. Quienes quieran defender la vida, que empiecen por garantizar que vivir sea posible, empezando por el derecho básico a conocer, decidir y prevenir.

Porque el verdadero escándalo no es que se practiquen abortos. El verdadero escándalo es que, para tantas mujeres trabajadoras, la falta de educación sexual y la precariedad conviertan un derecho en una condena.

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