Octubre de 2025. Se cumplen dos años en los que el Estado de Israel lleva protagonizando una de las masacres más brutales de este siglo contra el pueblo palestino. Hoy, no cabe lugar a la duda de que la «respuesta defensiva» que presentaron, sin vergüenza alguna, los monopolios mediáticos occidentales es un genocidio planificado y ejecutado impunemente. Cuando la ciudad de Gaza está ya ocupada por las fuerzas israelíes y las cifras oficiales llevan meses sin moverse, en torno a una cifra redonda de 65.000 muertos, miles de familias palestinas siguen muriendo lentamente de hambre bajo un bloqueo total, y las imágenes que nos llegan hablan de ruinas, desolación y dignidad.
En Gaza no hay lugar para las dudas ni para los eufemismos. La población está siendo exterminada a cámara lenta, con métodos que recuerdan los peores capítulos de la historia de la humanidad. El hambre forzada, el bloqueo sanitario, la ocupación militar de ciudades enteras no son «daños colaterales»: son herramientas deliberadas para la ejecución de un genocidio a plena luz del día.
La estrategia israelí ha sido clara: obligar a la población a elegir entre la sumisión y la desaparición. Y, mientras tanto, las potencias occidentales han mantenido una posición hipócrita: palabras de «preocupación», llamadas a la «contención», declaraciones huecas que sirven de coartada para encubrir su complicidad.
El vacío como norma de gobernabilidad
Durante estos dos años hemos visto cómo varios Gobiernos europeos se han pronunciado en solidaridad por Palestina. No lo han hecho por convicción, precisamente, sino para amortiguar la presión creciente en sus propias calles y plazas, en sus universidades y en los centros de trabajo. La indignación popular ante las imágenes de niños desnutridos, ante los informes de la ONU y de decenas de organizaciones humanitarias ha obligado a varios dirigentes a mover ficha.
Sin embargo, lo que han hecho no pasa de ser un catálogo de gestos cosméticos: reconocimientos simbólicos del Estado palestino sin ninguna consecuencia práctica, promesas de «revisión» de acuerdos de cooperación que nunca se concretan, votos tibios en organismos internacionales que no alteran en absoluto el aislamiento de Palestina ni frenan la impunidad israelí, anuncios reiterados de romper acuerdos comerciales que en teoría ya habían anunciado que se iban a romper…
Pero la realidad es tozuda: ningún Gobierno de la UE ha roto relaciones diplomáticas con Israel. Ninguno ha suspendido acuerdos comerciales o militares de forma efectiva. Ninguno ha impulsado contra el régimen sionista las mismas sanciones reales que imponen sin que les tiemble la mano a otros países. La diferencia está clara: Israel sigue siendo un aliado estratégico de Occidente en Oriente Medio y, por tanto, goza de un blindaje político que le permite continuar con la masacre.
«Darle una Vuelta» al discurso
El caso de España es paradigmático. El Gobierno de PSOE y Sumar ha tratado de colocarse en una posición «avanzada» dentro del marco europeo, empleando un lenguaje milimétricamente beligerante con las medidas tomadas por Israel y siendo uno de los primeros países en reconocer –con siete décadas de retraso y con grandes limitaciones, por supuesto– el Estado palestino. Estas decisiones, al igual que en el resto de países europeos, no son fruto de una iniciativa valiente del Ejecutivo: han sido arrancadas gracias a la movilización popular. Han sido las miles de manifestaciones, concentraciones y acciones organizadas en todo el país, especialmente durante la Vuelta a España contra la participación del equipo Israel–Premier Tech, las que han puesto a Palestina en el centro del debate. La presión de asociaciones, sindicatos, colectivos estudiantiles y movimientos vecinales ha obligado al Gobierno a actuar. Y eso conviene subrayarlo: lo que se ha conseguido no ha venido de arriba, sino de abajo.
Lo que de arriba viene, de hecho, son contactos en secreto con contratistas israelíes para que participen en «congresos de ciberseguridad» donde se mercadea con las últimas innovaciones tecnológicas del negocio de la muerte. Las empresas españolas siguen importando productos fabricados en asentamientos ilegales, burlando con facilidad las regulaciones. El único cambio sustancial es que ahora Indra lidera un supuesto «plan de desconexión de armas» con Israel que sirve como campaña publicitaria en el momento en que la multinacional española está expandiéndose vorazmente –con financiación del Gobierno español, por supuesto– a costa de lo que llaman la «segunda división del sector de defensa».
Al mismo tiempo, la ambigüedad del Gobierno, que se empeña en venderse como un adalid de la «solución pacífica», le permite autorizar la salida desde puertos españoles de barcos con destino a Israel cargados de componentes militares. Así mismo, el propio Gobierno ha sido el culpable de la criminalización de la solidaridad con Palestina. En distintos puntos del país se han prohibido actos, se han perseguido campañas de boicot, se ha hostigado a activistas, se ha actuado en campus universitarios contra los estudiantes que exhibían solidaridad. Se ha intentado, en definitiva, silenciar la indignación popular, proteger al Gobierno de la incomodidad que supone la denuncia pública de su complicidad. En el caso particular de la Vuelta a España, a la que nos referíamos anteriormente, la respuesta del Estado fue la de siempre: represión a pancartas, cortes simbólicos de carreteras y concentraciones de solidaridad, además de detenciones, identificaciones masivas y un despliegue policial desproporcionado, especialmente el último día en Madrid, donde se intentó invisibilizar la protesta a cualquier precio.
La responsabilidad es del pueblo
En este panorama se percibe con mayor fuerza una realidad en la que los y las comunistas llevamos años –desde que existimos, en realidad– insistiendo: los avances que se consigan vendrán de la presión popular, no por los éxitos parlamentarios, habitualmente efímeros o superficiales, de tal o cual formación política. Los Gobiernos no actúan por convicción, sino por miedo a perder el control frente a sociedades movilizadas. En España lo hemos visto claramente con cada retroceso en derechos porque no hay una oposición obrera fuerte, pero en la cuestión de Palestina también lo hemos visto con cada declaración de Pedro Sánchez intentando adueñarse de las protestas, los encierros universitarios y las manifestaciones masivas.
Y ha de reconocerse que sí, que la socialdemocracia ha conseguido adueñarse –en parte– de la solidaridad con Palestina. De no haber sido así, no habrían podido jugar a dos bandas durante tanto tiempo sin que les haya explotado en la cara de una forma u otra. Y eso lo han podido hacer debido a que no existe aún una articulación real de la solidaridad, una estructura capaz de mantener y ampliar la movilización, de seguir señalando las contradicciones del Gobierno, de denunciar las relaciones comerciales y militares que cada ciertos meses se anuncia que se van a cortar pero que nunca se cortan realmente, de llenar las calles una y otra vez, sí, pero para obligar a que las palabras vengan acompañadas de hechos y que el Gobierno no se escude una y otra vez en gestos vacíos que encubren su complicidad con un estado genocida. Sin esa articulación seguiremos sometidos a la disonancia constante a la que nos tiene acostumbrados la socialdemocracia europea en general y española en particular.
El pueblo palestino no está solo. Todos los pueblos tenemos tatuado en nuestro recuerdo colectivo la opresión, la ocupación y la barbarie que en uno u otro momento nos tocó sufrir. Y todos estamos sometidos a la misma amenaza de destrucción total en un mundo que se encamina, cada vez con mayor inercia, hacia la misma guerra no convencional que se utiliza hoy contra la Franja de Gaza. Al contrario que los gobiernos burgueses –y el actual, por si a alguno se le olvida, es uno de ellos–, la solidaridad que exhibimos la clase obrera no puede fingirse, porque es nuestra forma de combatir las amenazas que el capitalismo ha cumplido en nuestro pasado y en nuestro futuro. Por eso mismo debemos estructurar la solidaridad ajenos a los vaivenes de los gobiernos y recordarles en la calle que los pueblos no olvidamos ni perdonamos gestos vacíos.