Paradojas de la historia: el cincuentenario de la muerte de Franco coincide con la aparición de una biografía de su sucesor, Juan Carlos I, símbolo de la continuidad de un sistema que, bajo el disfraz de «Transición modélica», aseguró la pervivencia del poder económico y del aparato de Estado heredado del franquismo. Las recientes declaraciones del propio Borbón han confirmado lo que muchos movimientos obreros ya denunciaban en 1975: que el cambio político fue pactado desde arriba, cuidadosamente diseñado para que todo pareciera transformarse sin que nada esencial cambiara.
Desde la óptica de la lucha de clases, los últimos años del franquismo fueron cualquier cosa menos un declive suave. El régimen se cerró sobre sí mismo a medida que crecía la movilización obrera y estudiantil. Tras la muerte de Enrique Ruano, los estados de excepción se sucedieron, revelando que el franquismo no era un sistema en descomposición, sino una maquinaria represiva que se atrincheraba frente al empuje popular.
La ilusión de un «aperturismo» interno –que más tarde los apologetas del consenso elevarían a mito fundacional de la Transición– fue desmentida una y otra vez. El llamado «espíritu del 12 de febrero», con el que Carlos Arias Navarro prometía una imposible «apertura controlada», acabó en humo. La continuidad de los ministros de Carrero Blanco y la ejecución de Salvador Puig Antich demostraron que la represión seguía intacta. Incluso los tibios intentos de liberalización cultural promovidos por Pío Cabanillas fueron aplastados por el búnker franquista, que hizo del «Gironazo» su manifiesto contra cualquier signo de cambio.
Mientras tanto, el movimiento obrero y vecinal se fortalecía en las fábricas, universidades y barrios obreros. Cada huelga, cada asamblea, cada panfleto clandestino erosionaba la legitimidad del régimen. Sin embargo, también en ese terreno comenzó a manifestarse una contradicción que más tarde sería decisiva: el Partido Comunista de España, hegemónico en la oposición organizada, apostaba por una ruptura política, pero no por una ruptura social. Su horizonte estratégico era una «democracia avanzada», no una transformación socialista. En nombre del realismo y la unidad antifranquista, el PCE empezó a moldear un discurso que disociaba libertad política y emancipación económica.
El 20 de noviembre de 1975, la muerte de Franco no trajo la calma prometida, sino una ebullición social sin precedentes. La crisis económica –inflación, devaluación de la peseta, caída de salarios reales– alimentaba el descontento popular. El PCE, con una notable capacidad de organización, logró vincular las reivindicaciones económicas con la exigencia de libertades democráticas. La portada de Mundo Obrero tras la muerte del dictador –«¡No al rey impuesto!», «Libertad, libertad», «Amnistía total»– expresaba bien ese espíritu combativo.
Sin embargo, bajo la superficie de radicalidad latía una contradicción fundamental. Mientras el movimiento obrero se radicalizaba en las calles, el PCE orientaba su estrategia hacia la negociación con sectores «aperturistas» del régimen y la socialdemocracia. La consigna de «ruptura democrática» fue gradualmente sustituida por la de «reconciliación nacional». La propia Dolores Ibárruri advertía que ninguna monarquía nacida del franquismo podía ser solución viable, pero el partido pronto aceptaría, de facto, esa monarquía como marco inevitable del proceso de cambio.
La prensa oficial, entretanto, desplegaba su liturgia fúnebre, pretendiendo que la Historia seguía perteneciendo al dictador. En el otro extremo, la dirección del PCE –temerosa de una confrontación abierta que desbordara su control– comenzó a preparar la transición pactada que años después se consolidaría con los Pactos de la Moncloa y la Constitución del 78: una democracia política, sí, pero asentada sobre la misma estructura económica y policial del viejo régimen.
El año 1976 fue el laboratorio donde se cruzaron dos dinámicas opuestas: la del movimiento obrero en ascenso y la de una oposición política dispuesta a institucionalizar el cambio. La inflación devoraba salarios, el desempleo crecía y las fábricas ardían en huelgas. Las Comisiones Obreras, nacidas de la resistencia clandestina, coordinaban la movilización con una fuerza que hacía temblar al régimen.
El precio fue alto. En Vitoria, en marzo de 1976, cinco trabajadores fueron asesinados por la policía durante una huelga general. Aquel crimen de Estado mostró que la represión seguía viva y que el poder económico y policial no iba a rendirse sin sangre.
Cincuenta años después, la pregunta sigue en pie: ¿murió la rabia con el dictador o simplemente fue contenida? La historia demuestra que el franquismo no se evaporó en 1975; se reconfiguró dentro de un Estado que mantuvo su estructura económica, su monarquía heredada y su aparato judicial y policial.
La lección de aquella época es clara: una ruptura política sin ruptura social es siempre una reforma del orden existente. El antifranquismo popular que desbordó las calles de Vitoria, Madrid o Gijón no luchaba solo por votar, sino por vivir dignamente. La Transición les concedió lo primero, pero negó lo segundo.
Muerto el perro, la rabia sigue ahí; latente, contenida, esperando a quienes comprendan que la libertad sin igualdad es apenas una forma distinta de dominación.