40 años de una Constitución capitalista

La Constitución Española está de cumpleaños. Ya hace cuarenta años de aquel referéndum, celebrado el 6 de diciembre de 1978, en el que algo más de 15 millones de españoles, un 58,975% del censo electoral de aquel entonces, ratificaban el Proyecto de Constitución aprobado por las Cortes salidas de las Elecciones Generales celebradas el 15 de junio de 1977. Poco antes, el 9 de abril, el Partido Comunista había sido legalizado. Ese día pasó a la historia como el Sábado Santo Rojo, un día feliz para decenas de miles de militantes comunistas que salían de la clandestinidad. Un Sábado Santo, en el que mientras los cristianos conmemoraban a Jesús en el sepulcro, el PCE intensificaba su propio descenso al abismo eurocomunista.

Las dos Españas, esas llamadas a helar el corazón de los españoles, parecían reencontrarse en el nuevo espíritu constitucional, que imbuía a los fascistas de ayer, a los eurocomunistas y a los reaparecidos socialistas. Manuel Fraga diría, hablando en nombre de los primeros, que “hemos optado por la vía de la esperanza de que esta pueda ser la Constitución de las dos Españas, de todos los españoles; ni la del inmovilismo ni la de la revancha”. Santiago Carrillo no se quedaba a la zaga, calificando la Constitución como “de reconciliación, válida para todos los españoles, que hace cruz y raya con el pasado y que no cierra el camino a posibles transformaciones”. El ex falangista Felipe González, en términos similares, sentenciaría en las Cortes que “esta sea la Constitución de todos los españoles durante decenios y decenios de larga vida”.

Con el manto constitucional pretendió taparse la lucha de clases. Esa que condujo a proclamar la II República, a tratar de asaltar los cielos en octubre de 1934, al golpe fascista de julio del 36 y los tres años de guerra nacional revolucionaria contra el fascismo; a la lucha guerrillera, a la clandestinidad, a la prisión, a las comisarías, al exilio, a la muerte… Felipe González llevaba razón, al menos en parte, pues la Constitución de 1978 se mantiene en pie cuatro décadas después. Sin embargo, el edificio constitucional levantado sobre el olvido consciente y cómplice de la heroica lucha antifascista y de quienes la protagonizaron, ni ofreció ni puede ofrecer techo a “todos los españoles”. Torcuato Fernández-Miranda, Presidente de las últimas Cortes franquistas, diría: “de la ley a la ley a través de la ley”. Nosotros nos permitimos precisarle, de la ley fascista a la consagración constitucional del capitalismo en España, con imposición incluida de la Monarquía. Tirando de refranero: los mismos perros con distintos collares.

La reconciliación carrillista no se produjo, claro está, pues en todo país hay dos patrias: la del trabajo y la del capital. La de quienes entregaron todo en la lucha antifascista y la de los asesinos. La de aquellos cuyo ejemplo y memoria trató de enterrarse y la de los asesinos que salieron impunes. La de los obreros de Vitoria, los abogados de Atocha, los estudiantes asesinados y la de sus verdugos. La de quienes siguieron explotados y la de quienes preservaron constitucionalmente su propiedad capitalista.

Los vientos de cambio pronto amainaron. Llegaron los tiempos de la llamada reconversión industrial, que pagamos los de siempre. Llegaron las traiciones internacionales, como la perpetrada contra el hermano pueblo saharaui. Llegó la OTAN de entrada NO y luego, va a ser que sí. Continuaron los palos, las torturas y el terrorismo de Estado. Los mismos que amasaron fortunas amparados por el Fuero de los Españoles, siguieron haciéndolo amparados ahora por la Constitución de 1978. Ayer con el yugo y las flechas en la solapa, desde 1978 reconvertidos en demócratas de toda la vida.

Pero no hay Carta Magna capaz de detener la Historia, pues su motor, la lucha de clases, no perdona. Y poco a poco, el edificio constitucional comenzó a horadarse por “el viejo topo”, al que hiciera referencia Carlos Marx. Las barricadas obreras, con Constitución o sin ella, no desaparecieron, pues no desapareció la explotación que las motiva, por muy constitucional que sea. Y, como poco a poco, tímidamente, las manifestaciones populares volvieron a ver cómo volvía a ondear al viento la bandera tricolor, escondida desde hacía décadas, pero no olvidada. Hasta el pacto de sangre y silencio sellado en su día para proteger a Juan Carlos I mostró sus primeros desgastes. Comenzó a reivindicarse la memoria de quienes siguen yaciendo en cunetas mientras sus asesinos contaban y cuentan con calles, plazas y monumentos. Y, en esto, llegó la nueva crisis económica, la que estalló en 2008 y pagó, como en 1973 o en 1993, la clase obrera.

Pasados cuarenta años, las dos Españas se hacen de nuevo visibles, representando a las dos clases principales de toda sociedad capitalista: la de quienes sufren la explotación y la de quienes les explotan. Los primeros viendo cómo sus derechos constitucionales son pisoteados, los segundos viviendo cómodamente bajo el paraguas de la Constitución. Con dos canales y televisión en blanco y negro, o con 98 canales y redes sociales, la clase obrera produce y los capitalistas siguen explotando y apropiándose de su trabajo. Por tanto, las mismas fuerzas que hace cuatro décadas trataron de cubrir con el manto constitucional lo antagónico,  lo que no se mezcla y no se puede conciliar, han percibido que el edificio necesita una mano de pintura, una reformita aquí y un arreglito acá.
El debate constitucional está abierto. Y claro, el pueblo tiene la manía de aprender por su propia experiencia. Por tanto, razonando, cada cual puede extraer sus conclusiones sobre a quién sirve la Constitución, esa misma que no ha votado la inmensa mayoría del pueblo español de nuestros días. Una Constitución que, por mucho que en su día se vistió con los ropajes del progresismo, fruto de la correlación de fuerzas existente en aquel momento, tiene la naturaleza que tiene, la capitalista. Por lo que, en coherencia con su naturaleza se convirtió desde el mismo día de su aprobación en instrumento de los capitalistas contra los trabajadores y trabajadoras.

Los vientos de reforma constitucional que soplan desde hace tiempo, cuentan desde hace un tiempo con un nuevo agente que estuvo ya muy presente hace cuarenta años: la extrema derecha. Por aquel entonces, el pueblo votó con la pistola en la sien: ¿o Constitución monárquica o franquismo? La reforma constitucional que algunos pretenden, sin alterar en nada su carácter capitalista, además de adecuar el edificio constitucional a los tiempos que corren, haciéndolo más funcional para los que mandan e incluso atractivo para algunos ingenuos descontentos, de nuevo puede contar con ese agente de los poderosos que es el fascismo, ejerciendo de nuevo una presión sobre el pueblo para que acepte cualquier cosa. Que nadie olvide que quienes realmente tienen en sus manos el poder, no ofrecen demasiadas alternativas: son lentejas, y si las quieres las comes y si no también.

Una Constitución bajo cuyo amparo se han cometido las mayores tropelías contra el pueblo, no sirve al pueblo y, por tanto, debe ser derogada. Pero, ¿para sustituirla por la misma Constitución reformada? ¿Para abrir un proceso constituyente del que salga otra Constitución igualmente capitalista que legitime la explotación otros cuarenta años? Creemos que ni lo uno ni lo otro. La Constitución a la que realmente aspiramos es aquella que consagre el poder de la clase obrera, aquella que refleje el fin de la explotación de unos seres humanos por otros, aquella que garantice los derechos del pueblo y que proclame las ansias de paz de nuestros pueblos, unidos libremente en una República Socialista. Queremos una Constitución en cuyo artículo primero rece que este es un país de la clase obrera y para la clase obrera, sin explotadores ni explotados. Y no pararemos hasta conseguirlo.

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