A un año de la guerra en Ucrania: ¡es la hora de decir las cosas claras!

Estos días hace un año del inicio de la tristemente conocida guerra de Ucrania y, como en todas las guerras, la contienda no sólo se libra en el campo de batalla sino también en las mentes de los habitantes de los países en liza. El nuestro incluido. Es fácil evocar la frase pronunciada hace 2500 años, pero no por ello desfasada, por Esquilo cuando decía que “en la guerra, la primera víctima es la verdad”. Sun Zi añadiría que “toda guerra está basada en el engaño”.

Célebres frases, tristes verdades. Doce meses después del inicio de la masacre abierta, descarnada contra el pueblo ucraniano, que también es una declaración de guerra contra todos los trabajadores del mundo, es hora de profundizar en los análisis sobre lo que está sucediendo, sacar conclusiones. Pero no pueden sacar conclusiones objetivas quiénes están objetivamente interesados en la guerra, quiénes la promueven, quiénes la sostienen, que son los mismos que controlan los medios de comunicación en España, en Estados Unidos, en la Unión Europea, en Rusia. Sólo quiénes no tenemos interés en la guerra, o todavía más, estamos perjudicados por ella, podemos hablar con objetividad de sus orígenes, de su naturaleza, de sus implicaciones. La clase obrera.

La clase obrera es un actor fundamental en la guerra. Mueve los tanques, acciona los misiles, dispara en el campo de batalla. Pone los cadáveres. Sufre, pasa hambre, frío. Pero no es la clase obrera quien dirige la guerra, tampoco quien la promueve. No tiene nada que ganar con ella. Los trabajadores somos encuadrados en uno u otro bando, casi se podría decir que en contra de nuestra voluntad, haciendo pasar de contrabando en nuestros hogares, en nuestras familias, en nuestras cabezas ideas que no son las nuestras, que nada nos aportan, que en nada nos benefician. De repente, ya no somos trabajadores, somos soldados de tal o cual patria dispuestos a defenderla.

Pero, ¿defenderla de qué? ¿Es realmente la guerra de Ucrania una guerra por la defensa de una patria, sea la ucraniana o sea la rusa, o hay otros motivos? Corresponde situar sobre la mesa el debate, con humildad pero también con el rigor que exige un deber histórico. Es necesario traer la voz de los desposeídos, de los que son obligados a pelear en las trincheras, de los que mueren, a la omnipresente discusión sobre Ucrania a la que estos días todos estamos expuestos.

La invasión de Ucrania empieza el 24 de febrero de 2022 cuando centenares de miles de soldados penetran en el territorio de este país y tratan, infructuosamente, de tomar la capital, Kiev. Desde entonces, la contienda se ha estancado en el barro y la nieve del frente de batalla en Donetsk, en Lugansk y en otras regiones y amenaza con golpear durante mucho tiempo la vida de los trabajadores ucranianos, pero salpicando también —y no poco— las condiciones de vida, pero también las conciencias, de los trabajadores en el resto de Europa y del mundo.

Pero situar el inicio de la guerra en aquel infausto 24 de febrero sería una torpeza. Y no lo vamos a hacer. No es que no lo hagamos para justificar la invasión rusa, que criticaremos y combatiremos con todas nuestras fuerzas, sino porque es preciso comprender el papel igualmente criminal de la OTAN en Ucrania, los puntos en común de los imperialismos norteamericano, europeo, ruso y chino que están, cada uno a su manera, rapiñando el botín ucraniano a expensas el sufrimiento de sus trabajadores.

Ucrania, igual que Rusia, fue durante setenta años parte de esa colosal experiencia obrera, la Unión Soviética, que consiguió por primera vez en la historia la convivencia pacífica de numerosas naciones en un país que no discriminaba a sus habitantes por la lengua que hablaban, por su cultura, que trataba de conseguir un desarrollo armónico de la economía a través de la planificación centralizada. Fenómenos como el paro o la pobreza eran desconocidos, avanzado el proceso de construcción soviético. Pero en Ucrania, como sucedió en el resto de territorios de la URSS, se vivió el desmoronamiento del proceso de construcción socialista como una hecatombe. El PIB se redujo a la mitad, el paro se multiplicó, fenómenos sociales como la pobreza, la desigualdad o la prostitución emergieron y, con ellos, también las desigualdades nacionales, el racismo. Ucrania quedó en manos de un puñado de oligarcas que se repartieron los sectores económicos del país.

La situación en Rusia no fue distinta. Las relaciones entre ambos territorios, ahora constituidos en Estados, pasaron de estar gobernadas por la cooperación a estar regidas por la ley máxima del capitalismo: la competencia. La competencia desigual y la fuerza. La Ucrania capitalista quedó atrapada entre el bloque imperialista europeo y la Rusia también imperialista que ya nada tenía en común con la Unión Soviética.

Esta tensión obligó durante años a la burguesía ucraniana a maniobrar entre sus dos vecinos imperialistas gigantescos, un equilibrio fácil de romper y que, efectivamente, se rompió en diversas ocasiones. La revolución de colores de 2005 fue un toque de atención. En 2011, el presidente Viktor Yanukovich, nada sospechoso de ser prorruso aunque haya pasado a la posteridad como tal, avanzó en las relaciones diplomáticas con la Unión Europea mientras mantenía la relación comercial ucraniana con Rusia. Y así, hacia pasos decisivos para la firma de un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea que tenía que ser la puerta de entrada de esta nación al proyecto imperialista europeo.

La perspectiva de ese Acuerdo de Asociación con la Unión Europea no fue vista con buenos ojos por Moscú que, en noviembre de 2011, anunciaba a través de su Servicio Federal de Aduanas la prohibición de todas las importaciones desde Ucrania, un golpe demoledor para la economía ucraniana. La moneda en Ucrania, la grivna, se devaluaba brutalmente y la economía empeoraba drásticamente. Estos acontecimientos obligaron a Yanukovich a dar marcha atrás, por la fuerza, en su aventura europea y fueron también su sentencia de muerte política.

En noviembre de 2013 empezaba una fuerte oleada de protestas en Ucrania que más tarde sería conocida como el “Euromaidán”, por tener su epicentro en la plaza Maidán de Kiev. Las protestas no surgieron espontáneamente y, a día de hoy, está más que acreditada la participación de Estados Unidos mediante la inyección de suculentas cantidades de dinero en grupos opositores a través de plataformas como la National Endowment for Democracy (NED) o la US Agency for International Development (USAID). Los altavoces propagandísticos de la CIA, como Radio Free Europe, tuvieron un papel trascendental en la creación de las condiciones para la protesta y todavía está por esclarecer, si es que se esclarece algún día, el tenebroso papel de la inteligencia americana en la muerte de algunos manifestantes, disparos de francotiradores mediante, que espolearon la revuelta. En otoño de 2013, en pleno auge del Euromaidán, los senadores norteamericanos John McCain y Chris Murphy se reunían en Ucrania con los líderes del partido abiertamente fascista Sbovoda, al que dieron apoyo en privado.

El Euromaidán, un verdadero golpe de Estado (o, como se prefiere llamar en la politología norteamericana, un “soft coup”, impulsado por movimientos de masas condicionados por la propaganda) originó un cambio de gobierno. Y no lo hizo, claro está, para combatir el “oscurantismo” moscovita ni para “promover los Derechos Humanos”, sino para fortalecer los intereses de los países imperialistas que, a menudo, englobamos en la etiqueta de “occidentales” pero que realmente también tienen contradicciones entre sí. Por aquella época hacía, en privado (¡aunque luego se filtró a la prensa!), la Secretaria de Estado adjunta para Europa, Victoria Nuland, el mítico comentario del “¡que se joda la Unión Europea!”, hablando con algunos de sus esbirros en Ucrania. La partida había empezado.

La partida había empezado y todos los países imperialistas movieron posiciones. El nuevo gobierno instalado en Kiev se apresuró a suprimir la ley de lenguas, que protegía el uso del ruso, del búlgaro, del húngaro, del rumano y del polaco en Ucrania y a poner en marcha una violenta campaña nacionalista, apoyando su feroz persecución en la calle en grupos paramilitares fascistas que fueron integrados en el aparato represivo del Estado ucraniano. La Rusia imperialista respondió promoviendo protestas en las regiones ucranianas con mayor número de rusoparlantes y así, ya en marzo, había escaramuzas en Donetsk, en Lugansk y en otros emplazamientos.

Y decimos escaramuzas porque el “levantamiento” en estas regiones contra el gobierno no fue unánime. En Dnipropetrovsk, óblast colindante con Donetsk, las manifestaciones progubernamentales superaban ampliamente en número a las prorrusas. En Donetsk morían trabajadores en las calles a manos de los fascistas. En Odessa, numerosos sindicalistas eran quemados vivos por los agentes del Gobierno de Kiev. El bando antigubernamental respondía con igual violencia.

Respondía con igual violencia y se apresuró a proclamar, amparado por Moscú, la separación del gobierno de Kiev en las regiones de Donetsk, Lugansk y Crimea. Pero la respuesta de Rusia no fue la misma en todos estos territorios. Y así, mientras los “hombrecillos de verde” (agentes del grupo contratista de seguridad Wagner, al servicio del gobierno ruso) tomaban posiciones en Crimea y Sebastopol y obligaban a la celebración de un referéndum que anexionó estos territorios a Rusia, en Donetsk y Lugansk se proclamaban las autodenominadas “Repúblicas Populares” que quedaron en terreno de nadie.

¿Por qué Rusia se apresuró a tomar Crimea y Sebastopol mientras abandonaba a su suerte a Donetsk y a Lugansk, las cuales sufrieron durante ocho años el bombardeo, literal, sistemático de Kiev?

La estrategia del imperialismo ruso parecía encaminada a tomar Odesa y Sebastopol, enclaves de gran importancia estratégica para controlar el Mar Negro y el Mar de Azov, mientras que el destino reservado a Donetsk y a Lugansk sería quedarse en Ucrania para reformular la ordenación territorial ucraniana, creando un sistema federal asimétrico al estilo de Bosnia y Herzegovina, utilizando al Donbass como palanca de presión para frenar, en el futuro, un hipotético ingreso de Ucrania en la OTAN y en la Unión Europea. Este era el modelo que defendía Moscú en las negociaciones de Minsk.

La intención de Rusia jamás fue proteger, jamás fue desnazificar, jamás fue pacificar. La intención de Estados Unidos jamás fue proteger Derechos Humanos, democratizar el país. Incluso se podría cuestionar que la intención de la Unión Europea fuese integrar a Ucrania en su seno. Cada actor jugaba su baraja y lo que estaba en juego en la partida eran los intereses económicos de cada cual.

Ucrania es un enclave de gran interés estratégico. Durante años ha servido de ruta de paso para el gas ruso hacia Europa, privilegio que amenazaba la construcción del Nord Stream 2. Estados Unidos quería imponer su gas licuado por encima del gas ruso y lo ha conseguido. Rusia, por su lado, se jugaba tener misiles de la OTAN a 500 kilómetros de Moscú, seguir retrocediendo posiciones estratégicas ante una OTAN que no ha cesado de expandirse en Europa Oriental a pesar de las promesas verbales, en su momento, de Reagan a Gorbachov.

Rusia no combate a la OTAN por ser la OTAN una estructura criminal. Cabe recordar que la propia Rusia solicitó su ingreso a la OTAN en los años noventa, ingreso que le fue denegado. El imperialismo ruso busca crear su propia zona de confort para el saqueo de los pueblos y de la clase obrera, a través del a Unión Económica Euroasiática y de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (CSTO, en sus siglas en inglés), ante la negativa occidental de aceptarla en sus clubs de socios.

Un año ha pasado desde el inicio de la guerra en Ucrania y los obreros siguen muriendo. Mueren los obreros ucranianos en el campo de batalla; mueren los obreros rusos en el mismo campo, en la trinchera opuesta; mueren de hambre y de frío los trabajadores que sufren las calamidades de esta guerra en toda Europa y en el mundo.

A cambio de nuestros padecimientos, los altavoces propagandísticos de nuestro bando, el bando de la OTAN, nos prometen luchar por la democracia. Tienen que luchar por la democracia los mismos que usan esta democracia cada día en nuestra contra, aquí, en nuestro país, en nuestros países. Los mismos que bombardearon Irak, Libia, Yugoslavia, Siria. Lo hacen con el apoyo de la izquierda reformista, que en nuestro país sostiene el Gobierno central y hospeda cumbres de la organización criminal atlantista.

A cambio de sus padecimientos, los altavoces propagandísticos del otro bando, el bando de Rusia, prometen luchar contra el nazismo. Enarbolan, ensucian e insultan la bandera soviética que defendieron con su sangre 21 millones de ciudadanos soviéticos en la guerra contra el nazifascismo. Prometen luchar contra el fascismo los mismos que mantienen en pie a la oligarquía rusa que, desde los años noventa, se ha hecho repugnantemente rica a costa de los padecimientos de su clase obrera. Tienen que luchar contra el fascismo los mismos gobernantes que combaten el aborto, la homosexualidad, que compadrean con la Iglesia Ortodoxa y lanzan furibundas críticas a Lenin. Los mismos que masacraron Chechenia, Georgia, Armenia, que aplastaron a los obreros sublevados en Kazajstán. Lo hacen con el apoyo de la izquierda radical, ecléctica, en nuestro país, que no sabe distinguir el modo de producción y el carácter de clase de los Estados más que por la simbología de los trajes militares.

En esta época de mentiras y de confusión en la que obligan a los trabajadores a posicionarse en esta guerra sin cuartel al lado de uno u otro carnicero, en esta guerra por el botín, el Partido Comunista tiene la tarea de exponer, con humildad pero consciente de su misión histórica, ante nuestra clase una tercera voz. La voz del hartazgo y del odio sin cuartel a la guerra imperialista, al capitalismo, a la barbarie. La propuesta de convertir esta carnicería en una nueva oportunidad para reorganizar el contraataque contra las fuerzas sociales que han originado la guerra, contra su sistema y contra su mundo. No es una posición intermedia, ni ambigua, ni tibia: es la posición consecuente e independiente del Partido de la clase obrera.

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