Paz, orden y cómo rediseñar nuestro mapa político

Corría el año 1982, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ganaba las terceras elecciones generales con la primera mayoría absoluta tras la caída del régimen franquista. Algunos historiadores sitúan este momento como cierre simbólico de la Transición. En su discurso de investidura, el 30 de noviembre, Felipe González proclama que uno de los tres principios sobre los que descansará su gobierno será el de la paz social:

“La seguridad ciudadana como garantía de desarrollo de las libertades, que es un concepto más noble y amplio que el de orden público, reducido a la tranquilidad en las calles. Paz y seguridad en todos los ámbitos: en el trabajo, en el ocio, en la creación, en la interdependencia de nuestra vida en común, en las relaciones internacionales”.

Resulta interesante esta diferenciación entre orden público y paz social, y para entender mejor su significación debemos saltar a justo 30 años después: el 14 de noviembre de 2012 se celebra la última huelga general hasta el momento en España. Han pasado 11 largos años. Se podría pensar, si no se conociese la realidad de nuestro país o si se adoleciese de una inocencia patológica, que esta falta de conflicto social se puede deber a una mejora continuada de nuestras condiciones de vida. Nada que ver.

Las huelgas generales de 2012 se convocan en un clima de ofensiva contra los derechos de la clase trabajadora en España, aquella consigna cínica de la austeridad. Durante el segundo gobierno socialista, el de José Luis Rodríguez Zapatero, había estallado una profunda crisis capitalista con afectación en todo el globo. Primero, el presidente negó su existencia, luego se rindió a la evidencia y actuó en consecuencia: el 23 de agosto de 2011 se llegó a reformar la constitución, concretamente el artículo 135, para que el pago de la deuda fuese la prioridad frente a cualquier otro gasto público. La ley se afilaba para hacer recaer la crisis sobre los hombros de la clase obrera y los sectores populares. Como decía Martín Fierro, “la ley es como el cuchillo, no ofende a quien lo maneja”.

Y claro que no ofendió: mientras se inyectaban millones de euros para salvar a la banca, miles de familias perdieron sus trabajos, sus casas… Un año antes de aquella última huelga general comenzó el 15M, el movimiento de los “indignados”, que de la acampada en la plaza del Sol se fue extendiendo a distintas ciudades y de allí a los barrios. Una conmoción popular que en las mentes de algunos abría las perspectivas de un proceso constituyente, de una suerte de Segunda Transición. Leer a toro pasado, especialmente en este momento agónico para la nueva socialdemocracia, las exaltadas pretensiones de algunos dirigentes de aquel proceso resulta tragicómico.

No obstante, es cierto que había una indignación popular, y es cierto que había una voluntad de cambio, pero que nunca se elevó por encima de una política a la dimensión del capital, y que acabó estructurada bajo la dirección de las capas medias amenazadas o afectadas por el proceso de empobrecimiento general. Nunca se aspiró a más que políticas de contención del proceso acelerado de pauperización y a la reforma política. Una reforma política que pasaba por una renovación de los distintos bloques de gestión del capitalismo, más sensibles y permeados por lógicas ideológicas y morales contemporáneas, menos lastrados por compromisos y mochilas de años de gestión. En algunos países europeos aquella renovación política que abrió la crisis económica llegó algo más lejos, aunque sin jamás poner en jaque el statu quo; en España, sin embargo, las estructuras y aparatos del bloque de poder demostraron una robustez, flexibilidad y capacidad de absorción envidiable para algunos colegas europeos. Ciudadanos y Podemos rozaron el sorpasso de sus hermanos mayores, gloria y ruina en menos de 10 años.

Volvamos de nuevo al ciclo de protestas abierto tras la crisis de 2008. Aunque algunos aspiraban a ambiciosos proyectos, lo primero que se disputó fue la dirección del proceso de protestas, que implicaba disputarse también el espacio histórico a la izquierda del PSOE en un momento en el que el gigante socialista se tambaleaba. El mismo 2011, en noviembre, gana las elecciones Mariano Rajoy, y se pone en marcha la ofensiva abierta y sin paliativos: los recortes, las privatizaciones, el abaratamiento y la facilitación del despido, el avance de la flexibilidad laboral, la ley mordaza… Se intensifican correlativamente las movilizaciones, y en ellas los sectores tradicionales de dirección del espacio político y sociológico a la izquierda del PSOE, sectores más obreristas y vinculados a la tradición eurocomunista, disputan la dirección del ciclo con nuevos sectores, más académicos y provenientes de los movimientos antiglobalización o el posmarxismo. Con el surgimiento en 2014 de Podemos, los segundos trataron de convertir en coherente propuesta política la amalgama de ideas y tendencias del 15M. En 2016 se reconciliaban con los mencionados sectores tradicionales, con IU y su entorno, y se forma Unidas Podemos como coalición electoral. Hoy presenciamos la conformación de SUMAR, la unificación definitiva de todas las familias del espacio a la izquierda del PSOE en una nueva coalición electoral que aspira a los mismos resultados a los que aspiraba IU hace unos años, un mareante giro de 360 grados.

La cuestión es que la clase obrera enfrentó el proceso de respuesta a la crisis bajo pabellón ajeno, sin un programa propio e independiente. Se desató además una campaña antisindical que debilitó los poderes de resistencia de la clase. En aquella campaña se entremezclaban legítimas críticas al burocratismo y las lógicas del pacto social de las principales centrales sindicales con el interés patronal de debilitar nuestras estructuras de combate en el ámbito productivo y la ya mencionada disputa en “la izquierda”. De cualquier manera, no se sustituyeron las históricas estructuras de resistencia por otras nuevas (aunque sí se generaron iniciativas amplias que han pervivido, por ejemplo en el ámbito de la vivienda), y no se hizo porque nunca hubo una orientación hacia la constitución de contrapoderes, porque nunca se pasó a una crítica a la totalidad del capitalismo como modelo social, y por tanto nunca hubo una propuesta que superase sus lógicas políticas.

Es optimistamente exagerado pensar que en aquel ciclo de respuesta a la crisis de 2008 se podría haber generado una nueva institucionalidad obrera y popular, pero sin duda se podría haber remado hacia esa dirección. Hacia donde se remó, sin embargo, fue hacia las instituciones, hacia el mantenimiento del binomio calles-instituciones, en el que la movilización social no es más que un apéndice subordinado a las agendas y cálculos electorales y parlamentarios. Eso generó una renovada confianza institucional, un volver a “votar con ilusión” que selló las pequeñas brechas abiertas por la crisis económica: el ritmo y la intensidad de la movilización se fueron reduciendo, también porque parecía que habían pasado los peores momentos de la crisis. Sin embargo, sus efectos no desaparecieron, se cronificaron.

En 2019 vuelve a ganar un robustecido PSOE las elecciones y forma gobierno con Unidas Podemos. La ambición constituyente quedaba en volver a ser la muleta del partido quintaesencia del régimen del 78. La Transición terminó con el gobierno de Felipe González; el ciclo político abierto en 2008, en el gobierno de Pedro Sánchez. La paz social y su despliegue practico, el diálogo social, volvieron a ser entronizados, con el concurso, claro, de la nueva socialdemocracia y los principales sindicatos, CCOO y UGT.

Paz social sobre una media de duración de los contratos de 48 días, paz social sobre 3 millones de parados, paz social sobre 104 desahucios diarios, paz social sobre un 8 % de inflación… La paz social no existe, es una ficción que naturaliza el actual estado de cosas, que presupone como ineludible y pacífica una forma continuada de violencia: la explotación del capital y los efectos de sus leyes internas en nuestras vidas. Día a día comprobamos en nuestros trabajos que los intereses de los jefes, de los capitalistas, son diametralmente opuestos a los nuestros. La paz social es nuestra docilidad ante su dominio.

La oposición entre paz social y orden público de Felipe González lo que representa es una actitud ante ese motor que mueve la historia, ante la lucha de clases. O, más concretamente, una forma de servir a sus amos, priorizando el consenso frente a la fuerza. En el conflicto inevitable de intereses entre la clase capitalista y la clase trabajadora, los defensores de la paz social, los socialdemócratas, prefieren garantizar la estabilidad del capitalismo y nuestra docilidad ante el mismo a través del convencimiento, lo que lleva implícita la concesión, digamos, de determinadas medidas micro que no alteran los intereses y el devenir del capitalismo en un plano macro. Pero ojo, que si no somos dóciles no va a haber ningún problema en aplicar la fuerza. ¿Los 321 guardias civiles en Reinosa fueron paz social u orden público? ¿El terrorismo de Estado fue paz social u orden público? ¿Las tanquetas en Cádiz contra los trabajadores del metal fueron paz social u orden público? ¿No derogar la ley mordaza es paz social u orden público? La paz social y el orden público no son más que dos momentos en la garantía del dominio del capital. El bloque izquierda y el bloque derecha no representan más que dos formas de gestión del capitalismo.

Cuando se decía antes que había elementos de la crisis anterior que se habían cronificado, a lo que se hacía mención es, por ejemplo, a que la flexibilidad interna y externa, la estacionalidad, la facilidad de despido, etc., todo aquello que tras la crisis de 2008 permitió que las grandes empresas recuperaran sus índices de beneficios, lejos de retirarse, se han mantenido y apuntalado. Incluso si en algunos ámbitos se han corregido “aspectos especialmente lesivos”, esto ha servido precisamente para desatar una congratulación victoriosa en mitad de una tendencia general que sigue avanzando hacia un empeoramiento de nuestras condiciones de trabajo y vida. Hoy, los índices de riesgo de pobreza en España son prácticamente idénticos a los de 2009, y alcanzaron su pico en 2016. ¿No ha habido condiciones para una huelga general en 11 años?

Las lógicas de la paz social guían también a las principales estructuras sindicales y de resistencia, lo que implica que la magnitud de su acción sindical se mueve siempre de acuerdo a lo delimitado por las necesidades de la acumulación capitalista, es decir, aquello que se puede o no se puede reivindicar en cada momento según vaya “la economía”; y la intensidad de su acción, de acuerdo a lo que marquen las agendas electorales y parlamentarias de los partidos socialdemócratas.

Pero no fue siempre así. Si uno echa la vista atrás a nuestra historia reciente, puede comprobar con facilidad que las principales victorias inmediatas de los trabajadores han llegado siempre de la mano de su asociación y combate. La Canadiense, huelga de 1919, consiguió la implantación por ley de la jornada laboral de 8 horas; La Huelgona de 1962 permitió que se cumpliera buena parte de las reivindicaciones de los mineros; la huelga del 14 de diciembre de 1988, que fundió a negro las emisiones de TVE, permitió acabar con el Plan de Empleo Juvenil del gobierno socialista. Esto, limitándonos solo a convocatorias estatales; la lista se haría infinita si mencionáramos todas las plantillas que han conseguido subidas salariales, paralizar cierres, admisión de despedidos, etc.

Cuando desde el PCTE hablamos de “recuperar nuestras herramientas” nos referimos a recuperar la asociación de los trabajadores en el ámbito productivo, pero también en el ámbito vecinal o estudiantil. Nos referimos a recuperar nuestras formas de lucha, a utilizar todas las formas de combate necesarias para conseguir nuestros intereses, y, sobre todo, a que sean esos intereses los únicos que guíen nuestro programa de acción, no los cálculos económicos ni las directrices que llegan desde Bruselas.

Recuperar nuestras herramientas es recuperar una forma propia de hacer política, una política no delegada, que se ejerce directamente junto a los nuestros desde la base y ante cada violencia, forjando allí la unidad y emoción colectiva que en su ensanchamiento sienta las condiciones para un cambio radical. Retomar las herramientas es también volver a empuñar la hoz y el martillo, volver a dirigir el dedo acusador hacia la raíz de los problemas que perturban a nuestra clase, al modo de producción capitalista, y que todas nuestras luchas inmediatas, todo el tejido organizativo, se inscriban en un plan hacia la superación de este sistema y la construcción de una nueva sociedad. Ese es el único proceso constituyente que necesitamos los trabajadores y trabajadoras, y conviene tenerlo presente ante las elecciones y ante el ciclo de respuesta a la nueva crisis que se está abriendo.

También es la única forma de combatir y acabar con la reacción. Daría para otro artículo el análisis del proceso de cambio y recomposición de la derecha en nuestro país durante los últimos 40 años. Pero limitémonos aquí a señalar que hacía décadas que no podían verbalizar y cometer con tanta calma tropelía tras tropelía. Lo que significa esta radicalización y envalentonamiento se puede resumir con facilidad en una escena que pude presenciar hace unos meses durante unas elecciones sindicales en una empresa. El jefe, que aparcaba el descapotable dentro del propio taller, estaba tan indignado con que la plantilla eligiera a sus representantes que en las ventanas del despacho de la fábrica colgó dos banderas de VOX. Aquel tipo tenía claro que esa bandera representaba una ofensa contra los obreros, que representaba el programa de máximos de los propietarios. Pues bien, acabar con reaccionarios como aquel no lo puede lograr quien no pone en duda que ese señor siga teniendo el despacho en lo alto de la fábrica.

A la reacción se la arrincona si esos trabajadores actúan organizados como si fueran uno solo en su fábrica, y se acaba definitivamente con ella si se le expropia la fábrica y se pone bajo control obrero. Solo en el programa de los comunistas se encontrará eso. Porque solo el programa de los comunistas representa una redistribución de los elementos en juego en el mapa político, una ruptura con la disyuntiva entre paz y orden para apostar por una nueva práctica política, aquella que se hace con los nuestros, hombro con hombro, y frente a ellos, clase contra clase, hasta estar en disposición de acabar con este sistema.

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