¿Qué partido necesitamos para hacer una revolución?

¿Cómo se organiza una revolución? ¿Cómo nos organizamos nosotros para alcanzar ese objetivo? ¿Qué hacemos? Estas preguntas, lejos de ser un problema exclusivamente actual, han rondado las cabezas de militantes revolucionarios desde que, en 1879, en palabras de Marx y Engels, «la Revolución francesa hizo nacer ideas que conducen más allá de las ideas del antiguo estado de cosas». En el presente artículo haremos un breve recorrido de la evolución del modelo de partido.

Durante la primera mitad del siglo XIX, cuando la burguesía aún se constituía en clase revolucionaria, las ideas políticas se tensionaban en torno a dos polos: quienes defendían que la revolución era resultado de la actividad política y conspiradora de grupos pequeños y reducidos de militantes profesionales (no olvidemos el papel de los masones y los carbonarios italianos en las revoluciones de 1820 de España, Portugal, Nápoles o Piamonte) y quienes defendían que la revolución era una actividad espontánea exclusiva de unas masas que no se podía prever ni preparar y el papel de los revolucionarios quedaba reducido a predicar a dichas masas en la nueva verdad (a todos nos viene la imagen de la barricada pintada por Delacroix para sintetizar la revolución de junio de 1830).

No será hasta las reflexiones tras 1848, una vez la burguesía haya perdido su carácter revolucionario y el proletariado se haya mostrado como clase independiente, cuando Marx y Engels sinteticen ambas posiciones. Previamente en El manifiesto del Partido Comunista los filósofos alemanes planteaban que el partido sería la parte más decidida  que lleva de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los resultados generales a los que ha de abocar el movimiento proletario. Pero fue la experiencia de la Primavera de los pueblos, la participación del socialista utópico Luis Blanc en el gobierno burgués de la Segunda República Francesa y sobretodo la despiadada represión de dicho gobierno al proletariado parisino en las jornadas de julio del 48 lo que llevó a ambos a exponer su síntesis de modelo de partido obrero: un educador de las masas en el proceso pedagógico de la lucha de clases que a su vez sea organizador de las mismas para llevar a cabo la revolución.

El modelo planteado por Marx y Engels fruto de la reflexión de las experiencias revolucionarias del XIX lo concluyó Lenin a inicios del nuevo siglo, al comprender que el movimiento espontáneo de las masas no generaba conciencia socialista per se, por lo que hacía falta un nuevo modelo de partido: el partido de nuevo tipo. Este sería un partido de revolucionarios profesionales compuesto por el elemento más consciente de nuestra clase que se encontrara en estrecha ligazón con las masas trabajadoras. El partido leninista sería una de las principales aportaciones teóricas de Lenin al socialismo científico, pero también la condición de posibilidad del triunfo de la primera revolución proletaria en el mundo un siete de noviembre de 1917. Nuestra historia, que había comenzado con una revolución en el París de finales del largo siglo XVIII, se completaba en el Petrogrado de inicios del corto siglo XX.

Iluminados por la llama de Octubre, miles de obreros en todo el mundo se escindían de la socialdemocracia organizando las secciones nacionales de la Internacional Comunista. Las aportaciones de Lenin se sintetizaban en un método que generación tras generación se ha repetido una y otra vez: partido de cuadros, centralismo democrático, crítica y autocrítica, decisiones colectivas y responsabilidades individuales, disciplina consciente, organización celular en los centros de trabajo. Pero este método, lejos de ser unos simples estatutos o un modelo burocrático, esconde la consciencia de que solo por medio de un partido cohesionado y organizado en los centros de producción capitalista se podía plantar cara al poder burgués.

Durante el pasado siglo, gracias al partido de nuevo tipo, militantes comunistas a lo largo y ancho del globo fueron capaces de levantar un poderoso movimiento obrero revolucionario. En las condiciones de legalidad y propaganda abierta, de clandestinidad y propaganda ilegal, luchando contra repúblicas parlamentarias y regímenes fascistas, el proletariado hizo temblar a su enemigo de clase. Fueron partidos comunistas los que bajo la máxima de «tú tienes dos ojos; el partido, cientos» encuadraron a centenares de miles de proletarios en una dirección única con una sola táctica-plan.

Cuando dichos partidos eran grandes, el proletariado se sentía fuerte y obligaba al burgués a aceptar concesiones. Esas eran las reformas no reformistas que tanta importancia tienen para nuestro movimiento. Con cada victoria no solo se mejoraban las condiciones de vida y trabajo de nuestra clase, sino que se educaba a esta en la acción organizada y colectiva, es decir, se hacía de cada huelga y cada lucha una auténtica escuela de revolución. En nuestro país, la jornada laboral de ocho horas en 1919 o la ley de Contratos de Trabajo de 1931 no fueron resultado de una política paternalista de gobiernos progresistas que pretendiesen disminuir el sufrimiento de los trabajadores, sino que fueron la conquista, arrebatada con sufrimiento a los burgueses, de un poderoso movimiento obrero fortalecido al calor de la llama de Octubre.

Más allá del ámbito de lo legal, allí donde los comunistas organizaban a amplios sectores de su clase los derechos sociales también eran mayores. A modo de ejemplo, en una época en la que el patrón se acercaba a las plazas y decidía sobre la marcha quién trabajaba ese jornal, en el puerto de Sevilla, el sindicato rojo de los estibadores contaba, durante las décadas de los años veinte y treinta, con una bolsa de trabajo propia y ningún empresario podía saltársela, de tal forma que todos trabajasen y cobrasen lo mismo, independientemente de lo que suspirasen los empresarios por la «libertad de trabajo». En una época en la que no existía seguridad social, los estibadores comunistas contaban con pensiones, escuelas, pensiones de viudedad y cobraban si estaban incapacitados para trabajar. Esas victorias, lejos de aburguesar a los que las disfrutaban, hacían del orgulloso proletariado del puerto de Sevilla la principal fuerza del comunismo hispalense y una de las más importantes del comunismo español.

Experiencias como la anterior no se quedaban en un rara avis, sino que el Partido Comunista las socializaba, analizando sus victorias, errores y derrotas, de tal forma que donde se encontraba el Partido, la clase trabajadora aprendía más, aumentaba sus fuerzas y se encontraba en mejores condiciones para tomar el poder.

 Pero el siglo XX no es solo el siglo de las experiencias victoriosas, sino también es el de la aparición de la aristocracia obrera. Las condiciones del imperialismo permitieron a los capitalistas de los países desarrollados obtener superganacias que les sirvieron para corromper a una capa de obreros aburguesados. Estos se convertirían en auténticos agentes de la burguesía en el seno del movimiento obrero. Incluso dentro de los partidos comunistas la aristocracia obrera operaba, trasmitiendo su ideología reformista. Paralelamente, el oportunismo de izquierdas, expresión ideológica de los pequeñoburgueses proletarizados, al desconfiar de la organización y la lucha de masas, se mostraba incapaz de hacer del comunismo el movimiento real de las cosas.

Con el tiempo, el oportunismo de derechas en el interior de los partidos comunistas transformaba los principios, la táctica-plan y la organización de estos, mientras el oportunismo de izquierdas llevaba a algunos jóvenes a separarse del movimiento obrero. Y es que si el socialismo científico tiene en e l partido de nuevo tipo su expresión organizativa, las formas ideológicas de la aristocracia obrera y de la pequeña burguesía también tienen sus concreciones organizativas.

Hoy, dichas formas de organización política gozan de gran predicamento tanto entre la socialdemocracia como en el izquierdismo. Si en el pasado los mencheviques defendían que cualquier huelguista podía ser miembro del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, hoy en el espacio político de la nueva socialdemocracia uno se convierte en un inscrito simplemente metiendo los datos personales en una web. Así, la pertenencia a un partido queda resumida en recibir una newsletter, participar en ciertos referendums o apoyar económicamente el podcast o Twitch del líder. En el lado contrario, cuando antes nos encontrábamos con grupos de conspiradores clandestinos, ahora podemos ver minúsculos grupúsculos con escasísima presencia fuera de internet predicando su verdad.

A pesar de que en la época de la inmediatez en la que vivimos la organización leninista no esté de moda, es la herramienta que necesitamos. Nuestra defensa del partido de nuevo tipo no se basa en un fetichismo a cierto modelo estatutario convertido en las tablas de la ley, sino en la conciencia de que solo por medio de un partido fuertemente cohesionado, centralizado y organizado en los espacios de la producción capitalista podemos volver a levantar a un proletariado consciente que tenga la posibilidad de ser un digno adversario de la maquinaria del poder burgués. Así, recogemos el testigo de millones de militantes comunistas que en las condiciones más difíciles levantaron poderosas organizaciones obreras y permitieron imaginar un mundo sin explotación.

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