El extraño caso de la reducción de la jornada laboral que puede apuntalar la explotación capitalista

Cuando hablamos del trabajo en nuestra sociedad, son pocos aquellos que no lo conciben como una carga, como una necesidad inevitable si uno quiere asegurarse los medios de existencia, si quiere sobrevivir. Más allá de esas llamadas que hemos escuchado desde nuestra infancia, bienintencionadas pero idealistas, a trabajar «en algo que te guste», «con lo que disfrutes», la realidad capitalista prevalece en nuestra adultez, imponiéndonos a la inmensa mayoría un tiempo de trabajo del que permanentemente buscamos huir para disfrutar del tiempo de no-trabajo, del tiempo libre, del ocio.

Como afirmaba Marx, «el ahorro de tiempo de trabajo equivale al aumento de tiempo libre, es decir, al aumento del tiempo para el pleno desarrollo del individuo», y esto último es lo que debería perseguir cualquier proyecto emancipatorio. Para el revolucionario pensador de Tréveris, «allende el [reino de la necesidad] empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica». La duración de la jornada laboral ha sido un tema recurrente para economistas y políticos a lo largo del siglo XIX y XX, y su reducción, una reivindicación del movimiento obrero desde bien temprano.

En España, el 3 de abril de 1919 se podía leer lo siguiente en el Boletín oficial del Consejo de ministros: «La jornada máxima legal será de ocho horas al día o cuarenta y ocho semanales en todos los trabajos a partir del 1 de octubre». Hace 105 años de aquello; el Gobierno fijaba la jornada laboral diaria máxima en ocho horas tras una huelga, la de ‘La Canadiense’, sostenida por la clase obrera durante casi dos meses, que por el camino dejó más de 3.000 detenidos y que acabó doblegando la voluntad de la patronal y del Gobierno.

En 1976 se reducía la jornada laboral semanal máxima de las 48 horas hasta las 44, y en 1982, con el PSOE de Felipe González en el Gobierno, hasta las 40. Han pasado más de cuatro décadas con la jornada semanal máxima inamovible, y hoy escuchamos a Yolanda Díaz abanderar la propuesta de reducirla 2,5 horas, hasta las 37,5 horas a la semana (38,5 este año y 37,5 en 2025). La ministra de Trabajo asegura que esta reducción permitirá «mejorar la compatibilidad del tiempo de trabajo con el resto de los usos del tiempo, el reparto equilibrado de las tareas de cuidados, la formación, el ocio o la participación social». Es decir, su medida estrella para la legislatura (la legislatura «del tiempo de vida y tiempo de trabajo», dice, así, sin precisar, y uno duda cuánto porcentaje pesará cada uno de esos dos tiempos) consiste en reducir la jornada 2,5 horas tras cuatro décadas, y eso acabará con todos los desequilibrios y nos permitirá disfrutar de la vida.

Lo cierto es que, mientras se habla de reducir la jornada laboral sobre el papel, debemos poner el foco, más bien, en las horas realmente trabajadas, pues el papel lo aguanta todo. Por un lado, analicemos cuántos trabajadores realizan jornadas inferiores a ese máximo legal; analicemos las jornadas parciales, muy a menudo indeseadas, que conllevan un salario que no alcanza siquiera para afrontar el coste que implica reproducir la fuerza de trabajo, es decir, para sostener la propia vida del trabajador o la trabajadora. Por otro lado, fijémonos en las jornadas que exceden las 40 horas semanales o esas hipotéticas 37,5; debido tanto a distintas medidas de «flexibilidad interna» como a la realización de horas extra.

En 2023, la jornada laboral media fue de 31,3 horas. Lógicamente, ese cómputo no nos habla de jornadas más reducidas con el salario correspondiente a una jornada completa de 40 horas, sino que esa media nos lleva a pensar en la cantidad de jornadas parciales a las que se ven abocadas muchas personas por distintos factores (sólo una de cada cinco jornadas parciales se da porque la persona no quiere tener una jornada completa), y cómo ese peso recae mayoritariamente en las mujeres (el 73 %). El motivo más común de las jornadas parciales no deseadas en las mujeres, casi la mitad, es no encontrar un trabajo a jornada completa; el siguiente más frecuente, el tener que cuidar de familiares. Hablemos de autobombo: señalemos cómo las progresivas subidas del SMI en los últimos años de las que se enorgullece el Gobierno pueden ver sus efectos bastante limitados en el caso de aquellos trabajadores y trabajadoras que realizan, por ejemplo, medias jornadas, dos tercios de la jornada laboral máxima o jornadas, incluso, de unas cinco o diez horas a la semana: ¿cómo se puede vivir dignamente con esos salarios, y más aún con la actual carestía de la vida?

En todo caso, la propuesta del ministerio de Trabajo –reducir la jornada laboral semanal a 38,5 horas en 2024 y a 37,5 en 2025– pretende establecer esa cifra semanal como una referencia que luego pueda trasladarse al cómputo de la jornada en términos anuales, una situación predominante en la mayoría de sectores y puestos de trabajo. Así, reconocen, se garantiza la «flexibilidad» necesaria en muchos puestos de trabajo para adaptar las jornadas a los flujos de actividad y de trabajo. Lo reconocen abiertamente; ¿«flexibilidad necesaria» para quién? ¿Qué garantiza adecuar la jornada laboral a la cantidad de trabajo existente, en función de los picos de actividad de la empresa? Que los capitalistas se aseguren el máximo beneficio posible, ahorrándose costes, al ajustar la disponibilidad y el empleo de la mano de obra a las necesidades de la producción.

En esos picos de trabajo, lo que requiere un empresario, aunque la jornada se fije por ley en 37,5 horas, son jornadas laborales adecuadas a la demanda de la producción, bien mediante horarios pactados que excedan las 40 semanales (o 37,5) pero se «compensen» con días libres u otras medidas o bien mediante horas extra. Mientras pueda seguir viendo garantizados sus beneficios de cualquiera de esas maneras, la reducción de la jornada laboral será un mal menor. Lo cierto es que en nuestro país se realizan, cada semana, seis millones y medio de horas extra, lo que supone más de trescientos millones cada año. Trescientos millones de horas. Y casi la mitad no se pagan; si miramos a la serie histórica de los últimos diez años, el 48 % no fueron remuneradas con dinero ni con tiempo de descanso.

En el caso de estas últimas, hablamos de horas de trabajo que los empresarios, de forma más explícita y evidente para el trabajador, se apropian por completo, de manera totalmente gratuita. Decimos de forma más explícita y evidente porque en toda jornada laboral ordinaria, ya de por sí, los empresarios extraen riqueza apropiándose del valor generado por los trabajadores en el plustrabajo (la plusvalía), que es todo aquel tiempo de trabajo adicional realizado más allá del tiempo de trabajo necesario, ese tiempo que realmente equivale al valor de su fuerza de trabajo y que se remunera mediante el salario, y a partir del cual el trabajador ya está trabajando gratis, entregándole su tiempo al empresario. Ese tiempo de trabajo adicional –el plustrabajo– y el valor que genera en esas horas y del cual se adueña el empresario –la plusvalía– no resultan evidentes para el trabajador, no aparece como concepto reflejado en la nómina, precisamente; sin embargo, en las horas extra no remuneradas la apropiación de la plusvalía resulta meridianamente clara.

Pero un gobierno socialdemócrata no tratará de hacer esta relación social más evidente para la mayoría explotada, sino que precisamente intentará mantenerla oculta, cubriendo así con un velo la explotación capitalista. Lo hace, por ejemplo, pretendiendo abordar el caso flagrante de las horas extra no remuneradas (y aun así no conseguirán erradicar tal fenómeno), pero, al mismo tiempo, apuntalando la explotación capitalista con su propuesta de reducción de la jornada laboral, como veremos a continuación, al venderla como una medida que supuestamente mejorará las condiciones de vida de la clase trabajadora.

En 2019, registrar la hora de entrada y salida de los trabajadores pasó a ser obligatorio para todas las empresas; el objetivo era, afirmaban desde el Gobierno, que se garantizara «el cumplimiento de los límites en materia de jornada». No obstante, no se ha producido esa pretendida regulación; dicho en román paladino, no se han reducido los abusos cometidos por empresarios. De hecho, la cantidad de horas extras no remuneradas ha aumentado en los últimos años, un 30 % entre 2019 y 2022. Una manera tan lamentable como real y ridículamente sencilla de burlar ese control horario puede ser, como hacen algunas empresas, tener un horario completado por defecto (de 8h a 17h) e impedir que el trabajador pueda introducir las horas que trabaje más allá de ese horario.

En 2023, la cantidad de infracciones (14.000) cometidas por las empresas con las horas extras aumentó un 45 % respecto al año anterior, con multas que ascendieron a más de 15 millones de euros. Uno de los principales motivos que explican el incremento consiste en el hecho de que la inspección de trabajo cuenta con más medios, pero se imponen algunas preguntas: ¿cuántos incumplimientos de la ley no se estaban y no se están detectando?, ¿cuántos cientos de miles de euros se están ahorrando los empresarios?, ¿cuánto está dejando de ingresar la Seguridad Social?, ¿cuántos puestos de trabajo no se están creando a costa de que otros trabajadores realicen horas extras?, ¿cuánto se están viendo esquilmadas sus futuras pensiones?

Frente a la impotencia y la hipocresía de la socialdemocracia, que se limita a llamar a reforzar la inspección de trabajo –como si no fuese Yolanda Díaz ministra de Trabajo– o a pedirles a los empresarios «responsabilidad» y que cumplan con la legalidad vigente, una postura coherente con la defensa de los intereses de la clase obrera debe denunciar la propia existencia de las horas extra, y no digamos ya de aquellas que ni siquiera se remuneran, así como las distintas medidas de flexibilidad interna impulsadas desde la Unión Europea y que vienen trasladando a la legislación y al mercado laboral españoles las últimas reformas laborales, tanto las del PP y el PSOE como, también, la del Gobierno de coalición. La socialdemocracia vende como triunfos per se determinados cambios en la legislación que resultan del todo impotentes y se disuelven como un azucarillo ante el informalismo y el poder que ejercen hoy los capitalistas en los centros de trabajo, en ausencia de un poder obrero que ejerza de contrapeso y convierta en ley y garantice los derechos de los trabajadores. Cambios legislativos, además, que son susceptibles de ser revocados en cuanto el capital necesite aplicar recetas más abiertamente antiobreras y gobiernen fuerzas políticas más lesivas contra los intereses de los trabajadores dispuestas a aplicarlas. Este poder obrero es el que logró imponer, con lucha, organización y mucho sacrificio, la jornada laboral de ocho horas en 1919, así como tantas otras conquistas a lo largo del siglo XX. Ese poder obrero es el que debemos recuperar hoy para hacer realmente efectiva y duradera una reducción de la jornada laboral o cualquier otro avance para la mayoría trabajadora.

En los debates tramposos para la mayoría trabajadora que imponen los partidos burgueses cuando se habla de «flexibilidad interna» y de reducir la jornada laboral, siempre ronda la escena un mantra: la «productividad». Primero, todos los actores políticos y los llamados «agentes sociales» fían la posibilidad de reducir la jornada a un aumento de la productividad de los trabajadores. Si no se cumple esta premisa, la reducción es inviable, aseguran. Y, segundo, como sosteníamos recientemente en estas páginas, y aunque las fuerzas «progresistas» lo oculten deliberadamente, incluso si se implantase con éxito una reducción de la jornada laboral, esto no implica per se un beneficio para el trabajador. Para ello, esa reducción debería conllevar una disminución del plustrabajo, es decir, el tiempo de trabajo no remunerado, frente al tiempo de trabajo necesario, el remunerado. Sin embargo, en la búsqueda de la productividad –no sólo exigida por la patronal, sino, por desgracia, asumida a menudo por las propias organizaciones sindicales– se busca aumentar el plustrabajo –incluso aunque se reduzca la jornada laboral global– y, por tanto, la plusvalía que se embolsa el empresario; en otras palabras, se aumenta la explotación capitalista. Si el objetivo de una sociedad realmente libre, sin explotación, es que directamente no exista el plustrabajo, es decir, que no haya una clase trabajadora que regale su tiempo de trabajo a otra clase que se apropie de la riqueza que aquella genera en ese tiempo, qué decir de toda propuesta que no busque reducir sino aumentar ese plustrabajo.

Sostenía Paul Lafargue, en su obra de inequívoco título El derecho a la pereza, que «el trabajo sólo se convertirá en un condimento de los placeres de la pereza, en un ejercicio beneficioso para el organismo humano, en una pasión útil para el organismo social, cuando sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas diarias». ¿Algo factible o puro idealismo? «A medida que la máquina se perfecciona y destruye el trabajo del hombre con una rapidez y precisión incesantes y crecientes, el obrero, en lugar de prolongar su descanso en la misma medida, redobla su esfuerzo». El yerno de Marx hacía estas afirmaciones en 1880, en una obra propagandística en la que llamaba al proletariado a deshacerse del yugo de la esclavitud asalariada, del insano «vicio» adquirido de anhelar el trabajo. Qué cabe pensar hoy, 144 años después, a la vista del desarrollo científico y tecnológico actual. ¿No podríamos disfrutar como sociedad del pleno empleo, trabajando todos mucho menos tiempo? ¿Lo máximo a lo que podemos aspirar es a una jornada de 37,5 horas semanales, que seguiría dejándonos apenas un hueco aquí y allá para el descanso, el ocio y las relaciones personales? ¿En qué momento asumimos, como clase que genera toda la riqueza de la sociedad, que nuestras aspiraciones como clase y nuestro desarrollo como individuos han de estar constreñidos por lo que en cada momento permita la acumulación de capital para que la clase capitalista pueda seguir aumentando sus beneficios y viviendo en la abundancia?

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