Innovación tecnológica, ¿progreso para quién?

La llamada cuarta revolución industrial ha vuelto a poner encima de la mesa el debate sobre los posibles efectos indeseados derivados del rápido desarrollo tecnológico. En prensa y librerías se están volcando abundantes escritos sobre las consecuencias éticas y políticas de este proceso, arrojando tinieblas sobre el futuro del trabajo, la privacidad y el control social. También hay, claro está, orientaciones opuestas; las nuevas tecnologías y las ciencias se nos presentan como el vehículo de la utopía, liberándonos de los trabajos más ingratos y brindándonos más tiempo libre.

Lo cierto es que ambos enfoques tienen antecedentes históricos que los justifican. La revolución industrial transformó radicalmente las sociedades en las que fue desenvolviéndose; la manufactura a gran escala provocó el éxodo rural y el levantamiento de barriadas obreras; liquidó la artesanía y la producción gremial, desplazando a numerosos oficios; y hacinó a grandes masas obreras en fábricas que no solo estaban diseñadas para aumentar la productividad, sino también para tener mejor controlada la fuerza de trabajo. En la fábrica se establecía un sistema que entrenaba a los seres humanos para acostumbrarlos a unos hábitos de trabajo regulares y disciplinados, con ayuda del reloj y la bocina, que definen claramente los ritmos y las jornadas laborales. Sobra decir que el desarrollo tecnológico no se tradujo automáticamente en bienestar. Si bien la industrialización británica despegó a finales del siglo XVIII, los ingresos reales del grueso de la población no aumentaron hasta la segunda mitad del XIX, cuando existía un movimiento obrero ya desarrollado y combativo.

Ahora bien, nadie puede negar que la industrialización y la capacidad instalada por todo el mundo ha permitido aumentar la producción de bienes de consumo a una escala nunca vista; es decir, ha desplegado una masa de mercancías que ha permitido elevar los estándares de lo que comúnmente se llama calidad de vida, eso sí, de forma principal en las economías más avanzadas y teniendo en cuenta que en la sociedad capitalista esa calidad de vida se rige por una muy desigual capacidad de consumo.

La búsqueda capitalista de crecimiento tiene como consecuencia estas dos caras del desarrollo tecnológico: por un lado, la tendencia a la automatización del trabajo, y a la creación de tecnología para ello; por otro, la tendencia al control exhaustivo del proceso de producción y de la distribución de mercancías. Dos caras que bajo el capitalismo están atadas a la capacidad de lograr beneficios extraordinarios para las empresas que adelantan estos cambios tecnológicos; razón por la que su regulación para evitar sus efectos más nocivos siempre está atada de manos. En otros artículos de este periódico se ha comentado cómo la transformación tecnológica bajo el capitalismo puede acabar ocasionando un empeoramiento de las condiciones de vida relativas de la clase trabajadora. Pero ¿cómo sería este desarrollo en el socialismo, qué características definitorias tendría?

Mientras el criterio fundamental de funcionamiento del sistema capitalista es la maximización del beneficio, y con ello el aumento de la producción de mercancías, el socialismo-comunismo como proyecto político tiene como principal mecanismo de funcionamiento económico la planificación democrática. Es decir, qué productos se producen y se consumen y cómo se hace pasa de ser una decisión mediada por la competencia entre empresas a ser una decisión tomada colectivamente en sus distintos ámbitos. Así, el desarrollo tecnológico deja de tener una forma compulsiva y pasa a obedecer necesariamente a esta planificación democrática de la economía, pero no solo obedece a ella, sino que se vuelve en parte integrante y activa de esta misma democracia.

Así, la tecnología, especialmente la ligada a las ciencias de la computación y la comunicación, mediante la interconexión entre industrias, centros de distribución y las distintas instancias de tomas de decisiones permitiría el ejercicio de la democracia en el sentido más clásico: que cualquiera pueda ser parte del proceso de decisión al estar informado del estado global del sistema en todo momento. Esto evitaría tanto el corporativismo localista propio del capitalismo, donde compartir información es un riesgo para la competitividad de la empresa, como las decisiones globales de carácter reaccionario, características del imperialismo y concretadas en la convivencia de los grandes monopolios con el Estado, que ignoran a las comunidades locales, como podemos observar en los macroproyectos de energías renovables. En definitiva, no solo se trata de hacer más o lo mismo con menos, de trabajar menos y poder tener más tiempo libre, sino que la automatización tecnológica socializada llevaría aparejada un enorme aumento del conocimiento que tenemos sobre nuestra propia sociedad, cuestión que va mucho más allá de lo económico, y que supondría una verdadera revolución técnica y científica donde la complejidad e interrelación de las relaciones humanas podría abordarse de forma total.

La planificación y percepción democrática de la producción y la distribución es también el punto de partida para una racionalidad económica más sostenible desde un punto de vista medioambiental. El imperativo de beneficio a corto plazo y la necesidad de mantener el capital en circulación favorece una masificación de «producción-basura», bienes desechables y con una vida útil ínfima, lo que justifica y se retroalimenta con la obsolescencia programada y las modas. El socialismo, dado que se orienta a la satisfacción de las necesidades sociales sin mediar el beneficio privado, es una apuesta por la durabilidad, la robustez y la calidad de la producción, lo cual implica una amortización de la riqueza social más eficiente y que genera menos residuos, sin exigir por el camino miles de publicistas induciendo cínicamente falsas necesidades de productos de todo tipo que debamos reponer cada mes o cada año.

Lejos de que estas propuestas de interconexión, control democrático de la producción y balance entre las necesidades locales y globales sean ficciones especulativas, durante el siglo XX existieron proyectos que nos sirven ahora como base para no partir de cero. Los proyectos más ambiciosos de interconexión de fábricas y centros de consumo como el OGAS (Sistema Estatal Automatizado de Gestión Económica) a principios de los 60 en la URSS o el proyecto Cybersyn en el Chile de Allende son apenas unas muestras de la existencia de una rica experiencia histórica donde tecnología, democracia proletaria y economía se interrelacionaban y pensaban como partes fundamentales del proyecto del socialismo-comunismo. Todo esto en un momento donde resultaba difícil ver un ordenador fuera de los centros de investigación.

Si estos proyectos no acabaron viendo la luz fue, por una parte, por lo adelantados a su tiempo que estaban, y por otro, por la falta de una visión total sobre la relación entre tecnología y luchas de clases. Los ingenieros y cuadros técnicos comprometidos con el proyecto democrático del socialismo-comunismo muchas veces adoptaron posturas muy ingenuas y no se integraron, como intelectuales orgánicos, con las capas sociales que mayor beneficio podían sacar de sus propuestas técnicas.

La experiencia histórica señala así que el desarrollo tecnológico en la preparación de la revolución y en el socialismo es algo demasiado importante como para ser visto como meramente adyacente o una cuestión solo de técnicos. Igualmente, demuestra que de nada sirven las propuestas hechas desde los despachos de las universidades si no encuentran un suelo social desde el que impulsarse. Seguir reflexionando sobre la relación entre la tecnología y el programa y la estrategia comunistas, incorporar estas reflexiones a nuestro trabajo diario, es una tarea que cada vez nos tomamos más en serio. De esta manera, estamos poniendo las bases para que en el futuro la tecnología no gire en torno al capital, sino en torno al género humano.

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