Reverdecer el capitalismo como forma de blanquearlo: el ecologismo al servicio de la destrucción

Junio de 2024 está destinado a ser un mes donde vamos a oír hablar mucho, en muy poco tiempo, de crecimiento verde. Las autoridades europeas y, en especial, algunos de los partidos verdes y socialdemócratas europeos llevan meses avisándonos que la cuestión ambiental va a tener un papel preponderante en el discurso oficial para las elecciones del día 9 y que los candidatos van a esgrimir el argumento de su «buena gestión en ecología» para captar votos.

Así, hemos visto todo tipo de medidas. Entre otros ejemplos, los verdes austríacos hablan de «luchar contra los lobbies que se aferran al oleoducto» mientras ellos instalan turbinas eólicas y conectan plantas fotovoltaicas a la red; el partido Écolo, en Bélgica, habla de «inversiones masivas en sectores clave para hacer de la elección ecológica la elección evidente»; y Sumar, en España, que efectivamente se ha sumado a la coalición de los partidos verdes, habla de imponer tasas para la industria fósil y de «conjugar renovables y biodiversidad», sin especificar muy bien cómo.

Pero son los verdes alemanes, más allá de su miserable apoyo al genocidio sionista contra el pueblo palestino, los que articulan el programa más completo y claro a estas elecciones europeas, basándose en cuatro ejes principales: fortalecer económicamente a la UE –especifican que deben hacerlo frente a China y EE.UU.–; garantizar la competitividad de las empresas –justificándolo en que esto permite «garantizar la prosperidad de toda la sociedad»–; impulsar el papel internacional de la UE –dado que «la crisis climática no se detiene en las fronteras nacionales»–; y reformar la UE para equiparla mejor –incluyen en este apartado la creación de una Agencia Europea de Inteligencia y la promoción de la inmigración de mano de obra, pero solo si está «cualificada»–.

Quizá a alguno le sorprenda, pero es evidente que los partidos verdes llevan décadas siendo fervientes devotos de la alianza imperialista que es la Unión Europea. Los argumentos de una transición energética «justa», de la «injusticia climática» o de hacer algo «antes de que el planeta sea llevado al límite de su supervivencia» cada vez se esfuerzan menos en ocultar que de lo que se trata no es tanto de hacer del mundo más verde, sino de ofrecer cheques en blanco a ciertos sectores económicos «futuros». Del mismo modo que a principios de los años 90 los monopolios europeos consideraron que había que concretar una unión política en Maastricht que les permitiese fortalecer sus posiciones y competir con ventaja en los nichos de mercado a repartir en el antiguo Bloque del Este, hoy la idea es fortalecer posiciones y competir con ventaja en los nichos de mercado que están recién abiertos o no se han abierto aún siquiera.

Y es que no podemos olvidar que el ecologismo, por mucho que se revista de un aura de cientificismo y objetividad, no es más que un movimiento social, frente al cual siempre cabe realizarse una serie de preguntas: ¿quién lo dirige?, ¿bajo qué ideología?, ¿con qué intereses? Una vez se formulan estas preguntas, es fácil comprobar cómo las respuestas encajan perfectamente con las propuestas que realizan las distintas organizaciones ecologistas y, específicamente, los partidos verdes como representantes políticos del ecologismo.

Propuestas que parten habitualmente de una premisa básica: individualizar el problema social, lo que con frecuencia permitía tomar medidas sin generar alternativas para paliar socialmente las consecuencias negativas de las mismas e incluso culpando al individuo de los problemas ambientales. Ejemplos de ello hemos visto muchos en los últimos años en España: desde las restricciones de agua a particulares en zonas con sequía hasta proyectos como Madrid Central, pasando por delirios como culpar a los consumidores de carne de la destrucción del Amazonas o a quienes utilizan bolsas de plástico del «mar de plástico» del Pacífico. Habitualmente, la crítica desde el ecologismo se centra en el punto de vista del consumo que cada individuo realiza dentro de este sistema, y solo de forma esporádica se ve atacado el ámbito productivo, con frecuencia en relación a ciertos sectores específicos, como es el caso de las celulosas en Galicia o cuando se pretendían cerrar las centrales térmicas y nucleares; en este último caso, coincidiendo en el tiempo con la aprobación en los consejos de administración de los grandes monopolios energéticos patrios de la transición energética y –hay que decirlo también– con las últimas luchas mineras de este país.

Nada más lejos de la realidad. El foco de los problemas ambientales no se sitúa en las viviendas, sino en los centros de trabajo, en el núcleo de la actividad económica humana. El sistema socioeconómico actual, el capitalismo, se basa en convertir materias primas en mercancías ganando en el proceso más dinero del que se ha invertido inicialmente. Conseguir más materias primas y más mano de obra –en cantidad o en eficacia– para realizar ese proceso se vuelve vital, al igual que controlar las rutas de transporte que garanticen la venta de mercancías y así recuperar la inversión. Dicho proceso, que de hecho es el que explica cómo hemos llegado a la actual fase imperialista y a las guerras y genocidios actuales en el mundo, es el que nos da la respuesta a por qué los problemas ambientales son problemas socioeconómicos y deben ser abordados de la misma forma que el resto de ellos. Individualizar el problema, por tanto, solo sirve para desviar la atención de sus causas reales, lo cual es objetivamente interesante para la clase que se beneficia de este sistema: la burguesía. Lo ambiental, en cuanto a aspecto técnico que es, queda relegado entonces a los intereses económicos de dicha clase: el dinero lo gobierna todo alrededor de nosotros.

Todo ello también explica por qué los Estados capitalistas, como representantes de sus respectivas clases dominantes, son incapaces de tomar medidas contra la mayoría de impactos ambientales. En la práctica, la «lucha ambiental» se ve hegemonizada por la lucha «contra el cambio climático», básicamente porque es una de las pocas cuestiones ambientales donde se ha conseguido generar un nicho de mercado, a través de la sustitución de fuentes de producción energética –a costa, por cierto, de muchos millones de euros de transferencia de fondos públicos a manos privadas–, del mercado de bonos de emisión y de la aprobación de impuestos ambientales, en su mayoría centrados en la compra-venta de combustibles fósiles o la incineración de ciertos residuos que generan gases de efecto invernadero. Más allá de ello, existen pocas propuestas ambientales reales, en su mayoría centradas en el uso de plásticos de un solo uso, y sobre todo debido a que buena parte de ellos son importados de otras potencias imperialistas, especialmente de Asia.

El ecologismo se ha convertido, por tanto, en un movimiento en defensa del capitalismo. Su única función está siendo blanquear este sistema a base de teñir de verde lo que no lo puede ser. Si esta es la «esperanza» que nos da la Unión Europea, nosotros añadimos con rotundidad que la esperanza para salvar al medio ambiente es el rojo. Solo una economía basada en la satisfacción de las necesidades sociales puede tener de referencia criterios ambientales a la hora de tomar decisiones. Solo la planificación centralizada de la economía puede compatibilizar el uso de recursos naturales con una gestión ambiental verdaderamente sostenible. Solo la cosmovisión científica puede dar una respuesta integral a todos los problemas ambientales derivados de nuestra actividad. Todo ello forma parte de la propuesta que los y las comunistas hacemos a la clase obrera, en este mes de junio y todos los días.

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