Ningún artículo que se precie relacionado de alguna forma con el Derecho podría evitar comenzar hablando de la Grecia clásica. Durante los años 387/386 a.C., una crisis del comercio con Sicilia y los estrechos del Ponto se uniría a la crudeza del invierno en Atenas. Los sitopôlai, un grupo de minoristas vendedores de grano, generalmente compuesto de extranjeros (metecos), acapararían una parte del trigo comercializado, aprovechando para venderlo más caro. Los metecos en la Grecia clásica no tenían el estatus de ciudadanos. Al igual que las mujeres o los esclavos, carecían de todo derecho político, pero estaban obligados a pagar tributos especiales por su condición de extranjeros. En este contexto de crisis de subsistencia y víveres, el orador ático Lisias subiría a la palestra a uno de esos metecos, para acusarlos por haber encarecido el trigo y llevar a los ciudadanos atenienses a la pobreza y la miseria. Las intenciones del ateniense estaban claras. Interrogándolo de primera mano (como no era usual en los procedimientos judiciales de aquella época) pretendía señalar a todos los metecos y exonerar las causas de la crisis, encontrando a un chivo expiatorio entre uno de los grupos más marginados de la sociedad ateniense. En definitiva, mantener impoluto el cuello de las blancas túnicas del ciudadano libre, haciendo pasar consecuencia por causa.
Hoy, los noticiarios relacionan el aumento de la delincuencia y la inseguridad en las calles con la inmigración. Los robos en Barcelona, la violencia, las ocupaciones… De hecho, la seguridad es la mayor preocupación de los habitantes de Barcelona desde el 2018. Pero este debate sobre la seguridad no es nada nuevo. Ya en aquel año, si mal no recuerdan los lectores, Ciudadanos (que en paz descanse) abría la polémica en torno a la prisión permanente revisable. La consecuencia final de la repetición de este mantra por una u otra vía sobre la seguridad es clara: una mayor aceptación de los mecanismos de control y vigilancia del Estado, desde el aumento de las plantillas policiales (como es el caso de Barcelona con el alcalde del PSOE Jaume Collboni) al resurgir del debate sobre recuperar el servicio militar obligatorio o a la mayor inversión en maquinaria de guerra en un contexto de escalada belicista mundial y crisis. Pero para entender si hay más o menos seguridad en nuestro país, es necesario establecer una taxonomía de los delitos.
En el último trimestre de 2023, la mayor parte de los delitos fueron contra la propiedad (44,4 %), seguidos de los relacionados con la cibercriminalidad (17,3 %). Estos últimos son los que, en los últimos años, han sufrido un mayor ascenso (desde 2016, un 508,1 %). Pero lo ilustrativo, más allá de entender que la mayoría de delitos (tanto cibernéticos como analógicos) están relacionados con la propiedad, radica en ver cómo ha sido la evolución histórica de la tasa de criminalidad en nuestro país. Los valores más altos se dieron precisamente entre los años 2008 y 2012, manteniéndose en torno a 50 puntos. Bajaría de los 48 puntos en 2013 y siguió un descenso paulatino, para volver a ascender justo en los prolegómenos de la crisis catalizada por la Covid-19. En 2023 llegó, de nuevo (como en 2010), a 48,8 puntos. ¿Será que la delincuencia tiene más que ver con las crisis y no tanto con los procesos migratorios? Pero sí que existen algunos delitos que han subido en los últimos años. Concretamente, los delitos de odio. El 41,8 % de los registrados lo son por racismo o xenofobia, y en el último año han experimentado un aumento del 13,38 %. No muy lejos observamos el aumento de los delitos de odio por creencia o prácticas religiosas (+17,02 %). No es casual que los vestidos con cuello azul sigan siendo señalados.
Los que señalan y suben al banquillo a los migrantes olvidan que la delincuencia es hija de la miseria; la miseria, hija de la propiedad exclusiva y excluyente; y esta misma, hija reconocida del capitalismo. Para que nos hagamos una idea, la tasa de pobreza relativa en extranjeros subió más de 10 puntos porcentuales en tan solo un año (del 49,5 % al 59 % entre 2020 y 2021), y la diferencia con los nacionalizados españoles era de 41,9 puntos porcentuales. No se trata de que los inmigrantes hayan hecho que suba la criminalidad, sino que aquellos que son víctimas del imperialismo son los que ahora ocupan las capas más desfavorecidas de la sociedad y esa capa, antes ocupada igualmente, ahora es ocupada en parte por población migrante. Pero no, la sociedad de clases (y su delincuencia intrínseca) no se acaba eliminando o conteniendo la inmigración, sino transformando las relaciones de propiedad y la organización social que las sustenta.
Cómo no, dentro de la difusión mediática de los delitos hay un gran olvidado: las grandes rentas. Fijándonos simplemente en los delitos para el Derecho burgués, más del 50 % de las rentas extraídas del ámbito financiero no cumplen fiscalmente con sus obligaciones. Estamos hablando de que el tamaño de las evasiones alcanza en torno al 30 % de las rentas declaradas, suponiendo las rentas ocultas en paraísos fiscales hasta el 61 % de las rentas declaradas. Pero, por supuesto, los grandes noticieros no los señalarán como culpables de que pierdas tu casa, se encarezca tu compra o aumente la miseria en tu barrio; eso, para ellos, no parece patrimonio de los ladrones de cuello blanco.
Efectivamente, la cuestión de la delincuencia y la criminalización de los inmigrantes, hoy situada en el debate público artificialmente, tiene su lado oculto si se investiga en profundidad. Al final, todo fue siempre una cuestión de clase. Tal y como cuando Lisias subió al estrado a los metecos para señalarlos como culpables de la miseria ateniense, hoy algunas facciones de la burguesía y de la pequeña burguesía acusan a los inmigrantes de la nuestra. Pero las conductas delictivas no se aprenden simplemente por contacto con el entorno, sino que forman parte del propio ADN de la sociedad de clases. Por eso, lo que nos toca ahora es acusar a esos cuellos blancos, aparentemente impolutos, pero manchados hasta el último hilo de suciedad. Cambiar la perspectiva del juicio y subir a la palestra a quienes son realmente culpables de nuestra miseria. Y ese juicio sólo puede llevarlo a cabo toda la clase en su conjunto, tanto los nacidos fuera como los nativos. Un juicio contra el estado actual de las cosas con la única herramienta política que alguna vez fue correcta: la política de clase contra clase.