2024 queda ya muy lejos de la época en la que la mayoría de los Estados africanos obtuvieron por fin su independencia. Tras décadas de lucha, el periodo comprendido entre 1956 (Túnez y Marruecos) y 1968 (Mauricio y Suazilandia) vio la descomposición de las colonias francesas y británicas, dominantes en el continente, y el nacimiento formal de la mayoría de Estados africanos. Se marcaba así el principio del fin de toda una era de dominación y explotación de los pueblos africanos por parte de las principales metrópolis europeas… ¿o quizás no?
Lo cierto es que la caída del sistema colonial debía haber sido un triunfo que facilitara la caída final del sistema imperialista mundial, en la medida en que las insurrecciones abiertas en las colonias tras el fin de la Primera Guerra Mundial fueron, a ojos de la Internacional Comunista, un caldo de cultivo de un gran fermento revolucionario. En ese momento la emancipación de las colonias solo era concebible si se realizaba al mismo tiempo que la de la clase obrera. Sin embargo, nada de esto fue lo que sucedió a mediados del siglo XX. No se consiguió esa «unión estrecha» entre los movimientos de liberación nacional y la Rusia soviética que exigía la Internacional Comunista para neutralizar a los elementos democrático-burgueses de dichos movimientos y, por ende, la descolonización no se realizó bajo los parámetros de liberación de la clase obrera y el campesinado de las colonias, sino bajo las necesidades del capital y de las incipientes clases burguesas ya existentes en dichos territorios, que tomaron el poder bajo el mecenazgo de los antiguos dueños. La caída del sistema colonial no supuso la caída del sistema imperialista mundial, sino la redefinición de las relaciones de interdependencia entre países dentro del mismo sistema imperialista mundial que había operado hasta entonces y que sigue haciéndolo en nuestros días.
Fruto de ese proceso de redefinición surgirían, en el seno de estas élites africanas, diferentes propuestas políticas en función de sus capacidades económicas y políticas para alterar dicha interdependencia, bien para reivindicar una menor injerencia de las antiguas metrópolis –de donde surgen conceptos como el «neocolonialismo», defendido por el primer presidente de Ghana, Kwame Nkrumah– bien para reclamar a las antiguas metrópolis mayor asistencia económica –es decir, mayor exportación de capital de las potencias europeas hacia sus países– con los cuales conseguir un mayor desarrollo económico e industrial con respecto a sus países vecinos: nacía así la «Françafrique», término utilizado originalmente en defensa de una relación estrecha entre la V República Francesa y sus antiguas colonias.
Una relación tan estrecha que, de hecho, 14 países africanos siguen utilizando francos CFA como moneda, cuya principal característica es un tipo de cambio fijo con el euro como déjà vu de la política post-colonial francesa. A pesar de las pugnas con otras potencias, Francia sigue estando entre los principales socios económicos de la mayoría de países francófonos. Si bien el comercio con África no supone más de un 2 % del PIB galo, de allí sacan los monopolios franceses, ya sean privados o de titularidad pública, multitud de recursos necesarios para su enorme maquinaria económica, principalmente hidrocarburos, productos agrícolas y minerales estratégicos, pero históricamente también mano de obra.
Clichés aparte, no se puede entender la capacidad económica de una de las dos principales potencias de la UE sin el hacinamiento de mano de obra barata procedente de África y la construcción planificada por las autoridades de las banlieues alrededor de ciudades como París, Lyon o Marsella. El «Hexágono», como llaman nuestros vecinos a su país, fue capaz de remontar los resultados de la última guerra mundial a base de los «procedentes de la inmigración» africanos, que vinieron a complementar el papel que ya desempeñaban entonces los españoles e italianos de ciudadanos de segunda, habitualmente en condiciones deplorables. Aún a día de hoy, la ya cuarta generación de inmigrantes es el colectivo con peores salarios, mayor desempleo y más afectado por la uberización de la economía, lo que desde luego también repercute en su nivel de vida y de estudios, mientras a la vez sufren una xenofobia cada vez mayor debido al auge de posiciones reaccionarias que llevan más de 30 años culpándolos de una inminente desaparición del país que nunca termina de llegar y que se ha exportado a otros países como el nuestro con el único objetivo de ganar votos a base de infundir odio y dividir a nuestra clase.
Por otro lado, Francia sigue siendo a día de hoy el segundo país en exportación de capitales en África –solo superada por la República Popular China–, y hay cerca de 2.500 filiales de monopolios franceses en el continente que demandan más de 235.000 empleados. Las conexiones, a ambos lados, siguen siendo asimétricas pero estrechas, a pesar de que las pugnas con otras potencias imperialistas están generando ya cambios en la política exterior francesa en la región.
Y es que los últimos acontecimientos le obligan a ello. La pujanza económica de otras potencias imperialistas –principalmente China a base de exportación de capital disfrazada de «inversiones solidarias», pero también de forma muy destacada Rusia tanto en acuerdos comerciales como en presencia de empresas militares privadas de dicho país– ha relegado a un segundo plano a la potencia occidental y ha mermado su influencia en distintos países, que ahora se colocan bajo las alas de otros bloques imperialistas, donde esperan conseguir unas mayores ventajas competitivas a medio plazo dada la coyuntura actual del capitalismo a nivel internacional.
Francia también está redimensionando sus capacidades y redefiniendo sus alianzas, y de ahí por ejemplo que, en la pugna interimperialista entre Marruecos –cada vez más inclinado hacia Occidente– y Argelia –socio de Rusia– en su lucha por la hegemonía económica y política del Magreb, el Gobierno galo haya decidido actuar igual que nuestro Gobierno y haya apostado por Marruecos, dando un viraje a su política histórica hacia su principal colonia e incluso apoyando las aspiraciones nacionalistas de Rabat sobre el rico territorio del Sáhara Occidental a costa del sufrimiento del pueblo saharaui. Todo lo que sea necesario para superar el impasse al que han relegado al imperialismo francés en África.