Ochenta años después del final de la guerra

Se cumplen ocho décadas de aquel 1 de abril de 1939 en el que, en un bando de guerra, el Franco proclamaba oficialmente el inicio de una España teñida de sangre, luto y miseria. Las fuerzas obreras y populares habían perdido, bajo el fuego criminal de la Legión Cóndor, de la invasión ignominiosa de las divisiones fascistas italianas, de las tropas mercenarias reclutadas en Marruecos, y de la política de “no intervención” de las llamadas democracias europeas y la socialdemocracia internacional.

Todo muy “nacional” y todo “por la gracia de Dios”. La España de la reacción, una vez más, se había impuesto a la España del trabajo. Antonio Machado lo dejó reflejado con su característica lucidez: “En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”.

Terminaba la guerra, pero no la lucha. En el exilio, en prisiones y campos de concentración, en montes plagados de guerrilleros y en el silencio aterrador sembrado por el fascismo en campos y ciudades, se organizaba la resistencia y se preservaba la memoria antifascista de lo mejor de un pueblo que, pocos meses después, volvería a enfrentarse a la bestia nazi-fascista en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial. La lucha prosiguió. Y a pesar de haber perdido a lo mejor de nuestro pueblos en las trincheras y en la criminal represión a la que dio inicio aquel 1 de abril, combinando todas las formas de lucha, se afrontaron décadas de una lucha clandestina que iría cobrando fuerza en los centros de trabajo y estudio. La guerra había terminado, pero la lucha de clases proseguía.

Trataron se sepultar la memoria antifascista de nuestro pueblo con el terror. Después, bajo los falsos acordes de una cómplice reconciliación nacional imposible, tejieron una Transición basada en la restauración monárquica, en el silencio y en el olvido. Sin vencedores ni vencidos, nos decían, mientras los vencedores seguían en el poder y los vencidos eran de nuevo vencidos. Cambió la forma de dominación y se democratizó la explotación, ejercida ahora en nombre del pueblo. A los crímenes cometidos por el fascismo durante la dictadura, se sumaron los crímenes cometidos durante la Transición y en los años posteriores.

Ochenta años después, en un mundo capitalista cada vez más convulso y peligroso, los señoritos de hoy, nietos de los de ayer, vuelven a desempolvar las camisas viejas, que mantuvieron planchadas y bien dobladas en sus armarios, por si de nuevo fuera necesario el retorno de sus “banderas victoriosas” en el país que plagaron de fosas comunes. Mientras, la socialdemocracia de hoy, también nieta de la de ayer, amaga pero no da, y se empapiza en una política de gestos que contribuye a despertar a la bestia, sin proponer otra cosa que no sea mantener en pie el mismo sistema en el que se incuba el huevo de la serpiente, sin aspirar a otra cosa que no sea concentrar el voto de los vencidos de ayer y de hoy, para llevarnos a todos otra vez a la derrota.

Sobre nuestros cielos aparecen de nuevo los nubarrones de aquellas negras tormentas que nos contaron nuestros abuelos. Urge que saquemos conclusiones de la derrota. La primera, ni el final de la guerra ni la Transición cancelaron la lucha de clases. La segunda, para proseguir esa lucha es urgente forjar el Partido de aquellos que, como decía el poeta inmortal, aunque sea sin nombrarla, compran la patria con su sangre y la salvan. La tercera, la cuestión a resolver, tanto durante la guerra nacional revolucionaria, como en nuestros días, sigue y sigue siendo qué clase ostenta el poder.

Terminamos estas líneas expresando nuestra gratitud a las mujeres y hombres que entregaron su vida en la lucha antifascista. Ellos, ellas, vivirán eternamente en la memoria de pueblo al que sirvieron y pertenecen. Su lucha es nuestra lucha. Las banderas de ayer, que nunca fueron arriadas, volverán a levantarse con fuera. Y esta vez, ¡Pasaremos!

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