La responsabilidad social está en cada balcón

Es algo minúsculo, imperceptible, que sólo medimos con nanómetros. Un organismo que puede llegar a ser hasta mil veces más pequeño que una célula de nuestro cuerpo y que sólo podemos analizar con tecnología precisa y avanzada. Una particula infecciosa tan miserable que en un punto al final de una frase cabrían 50.000 de ellos. Pues sí, algo tan reducido y despreciable ha sido capaz de evidenciar todas las costuras de nuestros comportamientos como sociedad. Ha puesto contra la espada y la pared a todo un modo de vida. Tanto que se aprueban medidas y miles de millones para que la rueda siga girando.

Es el modelo económico que se jacta -o se jactaba- de ser eterno e invencible, el sistema que anunció el fin de la Historia. En cada casa. Cada persona, a golpe de whatsapp y móvil lee sobre esta crisis para intentar entender cómo hemos llegado a este punto. El virus se combate con virus, vídeos y mensajes a modo también de pandemia. Se reflexiona sobre los valores, sobre cómo hacer frente a algo que creíamos desterrado. Es una gripe, no la Peste. Sí, pero mentalmente nunca hemos estado tan cerca de la Europa del S. XIV. Parece que hayamos descubierto que somos muy superiores en tamaño al COVID-19, el coronavirus, pero como individuos seguimos siendo pequeños y frágiles. Igual que hace seis siglos. Todo tan dantesco que hay codazos para conseguir pollo en el supermercado. Tras varios días en casa, nuestra moral cabe en un rollo de papel higiénico. La responsabilidad social vale tan poco, que no ha servido ni para frenar la huída masiva por el miedo al virus.

¿Por qué? Porque son décadas educándonos en el individualismo. Lo privado siempre era lo mejor y lo público había que finiquitarlo. Los derechos individuales estaban por encima de todo y el enemigo era tu vecino, el obrero, el sindicalista. Cualquier sentimiento de pertenencia social con los de tu calle era condenada como algo falso, inexistente, de otra época. La lógica individualista ha sido la norma social imperante durante años y asumíamos con naturalidad su moral, valores y percepción del mundo.

De repente, ante una pandemia global, surge la necesidad de pensar en lo colectivo para poder sobrevivir, lo racional. ¿Creeríamos a Leo Messi e Imanol Arias si salen a hablar de nuestro compromiso social con Hacienda cada año? No, pues la misma credibilidad tienen los que han intentado acabar con todo y ahora nos hablan de pensar en los demas.

Aún así, siempre hay hechos que aunque parezcan irrelevantes, con el tiempo acaban teniendo una poderosa carga social. Son una imagen que no se borra en la memoria colectiva. Hechos que te hacen volver a creer en tu compañero de trabajo y en tu vecino, en la responsabilidad colectiva. Son imagenes, el beso en el París liberado o el que impasible y orgulloso decide no alzar el brazo cuando pasa Hitler. La que sonríe altiva y canta antes de que le alcancen las balas en las tapias de la Almudena. La sonrisa de tu hija en un estado de alarma. Situaciones que se convierten en símbolos.

El 13 de marzo de 2020, los jóvenes de barrio, los incultos, los del trap y el reggaetón. Desde la periferia y sin pensarlo dos veces, deciden imponer la humanidad y la lógica. Lanzan en redes sociales campañas de clases gratuítas, cuidado de niños y mayores y se ofrecen a ayudar a los que más están sufriendo esta pandemia, los de abajo. Los taxistas en Madrid ofrecen viajes gratuítos a sanitarios. En Italia salen al balcón a bailar y cantar. Todo se reduce al móvil y al balcón pero te llenan de confianza. Lo hacen y nos demuestran que la clase obrera sigue siendo lo más bonito de este país, con sus contradicciones y su alegría.

Ese mismo día. A las 22.00. La gente sale al balcón, no a colgar una bandera, ni a gritar gol. Sale a defender lo defendible, lo imprescindible, lo necesario: la sanidad pública. Millones de personas dicen “gracias” a esos héroes y heroínas que nos recuerdan la pertenencia a eso tan precioso, sencillo y natural, que no se hereda, ni se compra. Aplauden también a las invisibles, a las cajeras, a las que limpian. A los transportistas y a los que estos días siguen haciendo repartos de comida a domicilio. Cada uno en las peores condiciones, sin recursos suficientes, ni medidas de prevención.

Los de siempre han vuelto a demostrar que una vez más, la responsabilidad social es la nuestra.

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