El suicidio juvenil: una soga bien ceñida al cuello

3.941 suicidios. Ese es el escalofriante número de personas que se quitaron la vida el pasado 2020 en nuestro país, la cifra más alta desde que hay registros y que además presenta una tendencia al alza desde 2008, habiéndose triplicado los últimos treinta años. Trescientas de estas personas eran jóvenes entre 15 y 29 años, y 14 tenían menos de 15 años. Estos datos, lejos de ser meros números escogidos al azar, muestran la crudeza de la realidad capitalista que enfrentan los jóvenes día tras día.

La ansiedad, las inabarcables exigencias laborales, académicas y personales o la permanente sensación de que todo esfuerzo cae en saco roto, son temas cada vez más recurrentes en las conversaciones entre compañeros y amigos. Están presentes en las vidas de los jóvenes hasta tal punto que muchos optan por el suicidio ante la imposibilidad de aguantar más el dolor, la desesperanza y el vacío.

A pesar de que el suicidio es ya la causa principal de muerte entre jóvenes, la respuesta a estos gritos de socorro es un silencio sepulcral. Aun con la evidente necesidad, sigue sin establecerse un Plan de Prevención del Suicidio Nacional y, por supuesto, tampoco aumentan el irrisorio número de plazas de especialistas en psicología clínica en el Sistema Nacional de Salud, con 6 psicólogos por cada 100.000 habitantes. Nuestros profesionales en salud mental no tienen medios ni recursos suficientes para afrontar el aumento en la demanda de las consultas y tampoco los jóvenes de familias trabajadoras pueden asumir en muchos casos una consulta privada.

Además, el último año se ha detectado una agudización tanto de ideación como de las tentativas de suicidio entre jóvenes y niños, aumentando hasta un 250%, es decir, cerca de 70.000 intentos. Misma falta de respuesta se encuentra ante el alarmante incremento de otras problemáticas que actúan como factores de riesgo en el suicidio, como son las autolesiones, adicciones, aumento de la violencia en el ámbito escolar, ansiedad y trastornos de conducta alimentaria. Pero esto no es una consecuencia directa de la pandemia, ni siquiera de la falta de acceso a la asistencia psicológica, sino que se trata de una dinámica que lleva dándose desde hace décadas.

Si bien el suicidio es un fenómeno multifactorial y complejo, no puede obviarse que la individualización de los problemas sistémicos, junto con los constantes mensajes que culpabilizan a los jóvenes, tienen un poderoso efecto de invalidación a su sufrimiento. Un sufrimiento invisibilizado, pero justificado dada la falta de expectativas y las trabas para poder tener una mínima estabilidad laboral y personal que permita cubrir siquiera las necesidades básicas. La constante incertidumbre, alimentada por factores como la precariedad laboral o la imposibilidad de continuar estudiando, unido a la sensación de soledad, aislamiento y frustración que esto produce, y la obsesiva preocupación por llegar a más para poder asegurar un proyecto de vida, está arrastrando a toda una generación a la desesperanza más absoluta.

El suicidio no es más que la consecuencia evidente y palpable de un sistema de producción caduco, que no es capaz de sostener la vida de una juventud que se ve con la soga al cuello, de forma grotescamente literal. Todo esto deja en evidencia cómo el capitalismo es incompatible con la salud mental, es decir, incompatible con la vida.

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