Reino unido: el enésimo cambio de primer ministro en tres años, o cómo cambiar mucho para no cambiar nada

A estas alturas ya sonará a muchos el nombre de Rishi Sunak, el hombre que ocupa el cargo de Primer Ministro del Reino Unido desde el 25 de octubre. De él se han dicho muchas cosas y, para sorpresa de nadie, lo primero que llegó a nuestros oídos fueron los vítores de quiénes celebraban que, por primera vez en la historia, se instalase en Downing Street una persona de ascendencia hindú.

Mucho menos notorios han sido en nuestro país los comentarios de quiénes se apresuraban a señalar que Sunak hace historia no sólo por el color de su piel, sino también por ser el primer individuo en su cargo con más patrimonio que el monarca británico. Y no es broma: Sunak y su mujer, Akshata Murty, acumulan una riqueza estimada en 750 millones de libras esterlinas y varias propiedades lujosas valoradas en unos cuantos millones más.

¿De dónde sale tanto dinero? Pues bien, la mujer del flamante nuevo Primer Ministro es hija del multimillonario Narayana Murty, prominente figura en el mundo del ‘software’. Pero el propio Sunak, educado en Oxford y Stanford, trabajó en la tristemente célebre Goldman Sachs y en dos fondos de inversiones, TCI y Theleme Partners. La burguesía toma directamente las riendas de un poder que, a veces de manera directa y a veces indirecta, no deja de ser siempre suyo.

Pero no vayamos tan deprisa. En el Reino Unido ha habido tres Primeros Ministros en los últimos tres años, por lo que el asunto es de parada obligatoria. ¿A qué se debe la inestabilidad política en el país?

Para entenderlo tenemos que hablar, una vez más, de la crisis económica. Esa crisis que aún no tiñe de rojo los indicadores macroeconómicos que manejan los economistas de la burguesía, pero que desde hace tiempo provoca sudores fríos a los capitalistas. Ellos, a diferencia de nosotros que luchamos por nuestra supervivencia, sudan porque temen ver reducidos sus escandalosos beneficios y se rompen constantemente la cabeza para lograr que la explotación de los trabajadores alcance el refinamiento más perfecto.

El Reino Unido salió de la Unión Europea en febrero de 2020 y no lo hizo para mejorar la calidad de vida de sus trabajadores, sino para reformular las alianzas internacionales de los monopolios británicos, que apostaron por un fortalecimiento de la Commonwealth en detrimento del proyecto imperialista europeo.

No es una sorpresa, pues, que los trabajadores británicos hayan sufrido las consecuencias de una crisis cada vez más visible de la misma manera que lo estamos haciendo los trabajadores europeos, sin haberse visto beneficiados por ningún privilegio en especial. El sufrimiento del pueblo trabajador no se traduce, todavía, en una organización masiva de la clase obrera con una orientación antimonopolista y de confrontación, pero sí que contribuye a la inestabilidad política general del Reino Unido.

El ex-Primer Ministro Boris Johnson dimitía hace dos meses a raíz de diversas informaciones que se hicieron públicas relativas a su comportamiento en la época en que la COVID estaba en su máximo apogeo. Su sucesora, Liz Truss, duró la friolera de 44 días en el cargo después de provocar un duro cortocircuito en la economía británica al retirar un impuesto a los más ricos que intentó compensar pidiendo más dinero prestado, con la consiguiente caída del precio de la libra esterlina, el aumento del interés de los créditos y de las hipotecas, poniendo en peligro también las pensiones privadas.

El estropicio creado por Truss le obligó a ceder su puesto y el Partido Conservador se encontró ante la tesitura de o bien convocar unas elecciones anticipadas que, según todos los sondeos, supondrían su práctica desaparición, o bien elegir por segunda vez en tres años a un Primer Ministro sin llamar a la gente a las urnas.

Y así, mientras el Partido Conservador intenta salvar los muebles con el enésimo cambio de Primer Ministro, mientras el Partido Laborista se prepara para actuar como recambio y mientras la burguesía se sienta tranquila, sabiendo asegurada su extracción de plusvalía, la clase obrera sufre. Sufre y protesta. Protesta todavía de manera insuficiente, pero protesta.

Protestaron los trabajadores del Royal Mail (correos), que David Cameron privatizó en 2015 después de 500 años en manos del Estado y que desde entonces no ha dejado de degradar las condiciones laborales de la plantilla. Más de 110.000 trabajadores votaron en verano por la huelga y amenazan ahora con un otoño caliente.

Protestaron los trabajadores del sector transportes -tanto los de carretera como los marítimos y ferroviarios-, convocados por la poderosa RMT, el sindicato del sector. Más de 40.000 trabajadores se hallan en conflicto estos mismos meses de octubre y noviembre.

Protestaron el profesorado, los sanitarios. Hubo cortes de carretera en protesta por la subida del precio de los combustibles. Miles de trabajadores tiemblan de miedo ante la perspectiva de temblar de frío en invierno, pues en enero la factura eléctrica de muchos hogares subirá, puede subir hasta 500 libras esterlinas. Tiemblan de miedo pero también de rabia y se preparan para la lucha.

Y así, mientras los medios de comunicación se deleitan en hablar del color de piel del flamante nuevo Primer Ministro, del acento de su inglés, de la temperatura de su piscina en Kirby Sigston, cada vez más trabajadores británicos, pero también los trabajadores de nuestro país que lean estas páginas, son conscientes de que lo que importa no es eso. Ahora que el Reino Unido ha tenido ya un Primer Ministro que no es de piel blanca, dos Primeras Ministras que eran mujeres, un Primer Ministro multimillonario y muchos que no lo son tanto, va siendo hora de que reflexionemos sobre la naturaleza de clase del poder y de que nos deshagamos de viejos y de nuevos viejos dilemas. Gobierne quien gobierne, allí como aquí, se preparan para arrasar con todos nuestros derechos.

Quizá por eso el rumor de una huelga general resuena cada vez con más fuerza en un país, el Reino Unido, que lleva muchas décadas sin ver una. Algo está sucediendo en las fábricas y en los centros de trabajo británicos.

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