Trabajar (mucho) menos, vivir mejor: necesario y posible

Barcelona, 5 de febrero de 1919. Comienza una huelga en la empresa eléctrica Riegos y Fuerzas del Ebro, más conocida como “la Canadiense”. La huelga se extenderá a lo largo de 44 días, en los que se paraliza la ciudad y buena parte de la industria de Cataluña. El 3 de abril de 1919, el Gobierno de España firma un decreto por el que se establece la jornada laboral máxima en ocho horas diarias y 48 semanales. Era el primer país europeo en fijar dicha jornada. A menudo se ignora deliberadamente, pero los bolcheviques habían sido los primeros del mundo en implantarla para el conjunto de los trabajadores, en 1917, pocas semanas después de su triunfo de Octubre.

España, 2023. Algunas fuerzas políticas, como Compromís o Más País y el Gobierno de coalición, ponen en marcha planes para ensayar la reducción de la jornada laboral sin reducción de sueldo mediante distintas ayudas, compensaciones y bonificaciones a las empresas que voluntariamente decidan probarlo. Islandia, Bélgica, Reino Unido, Escocia o Suecia también han impulsado iniciativas similares en los últimos años.

En medio, más de 100 años; 100 años de vertiginoso desarrollo de las fuerzas productivas, de grandes avances científico-técnicos, que no se han traducido en una reducción por ley de la duración máxima de la jornada laboral. 100 años tras los que, a pesar de numerosas conquistas logradas por la clase obrera a base de lucha y organización, la jornada laboral sigue anclada en las ocho horas ganadas en 1919. ¿Por qué? ¿No deberíamos estar en condiciones de trabajar menos tiempo para poder disfrutar más la vida?

El trabajo es un elemento central en nuestras vidas, y el número de horas que nos ocupa determina en buena medida la vida que podemos llevar: de cuánto tiempo libre disponemos para dedicárselo a nuestras relaciones sentimentales, familiares y amistades, a nuestro ocio y nuestras inquietudes, al ejercicio físico, a nuestra formación intelectual y cultural… Sin embargo, y aunque el límite de 40 o 48 horas semanales es a día de hoy, y tras muchas luchas obreras, el estándar de referencia para la mayoría de países (al menos sobre el papel, claro), lo cierto es que reducir la jornada laboral no ha ocupado un lugar central en las reivindicaciones obreras durante las últimas décadas.

Hoy, el debate sobre la reducción de la jornada laboral va abriéndose paso. Según en qué parte del globo nos ubiquemos, eso sí, pues la referencia legal de las 40 horas no aplica en todos lados de igual forma. Recientemente, el Gobierno de Corea del Sur se veía obligado a reconsiderar, tras las protestas de los jóvenes, la reforma laboral con la que pretendían elevar la jornada máxima de 52 a 69 horas semanales. En el Sudeste Asiático, en el sector de la confección de textil y calzado, es habitual que trabajadores, trabajadoras –sobre todo– y, lo más grave, niños y niñas realicen jornadas de entre 12 y 15 horas diarias. Para miles de millones de personas que sufren la miseria provocada por el imperialismo, ocho horas diarias de trabajo suenan a quimera. La paradoja, el absurdo del capitalismo se refleja en que, mientras más de un tercio de los trabajadores en muchos países en desarrollo trabajan un número excesivo de horas (más de 48 por semana), muchas personas trabajan menos horas de las que desearían; es el caso de muchas de las trabajadoras con contratos a jornada parcial, con la precariedad que esta implica.

En el debate actual sobre la reducción de jornada, que en los últimos años viene acaparando cada vez más focos en nuestro país, la toma de posiciones va desde el inmovilismo de quienes afirman que debemos seguir trabajando 40 horas semanales o incluso más –porque, ya se sabe, en España trabajamos poco (colgándonos ese sambenito de que somos vagos)– hasta aquellos que plantean la necesidad de ir reduciendo el tiempo de trabajo para poder llevar unas vidas menos estresantes y más saludables pero destacan la importancia de que los trabajadores mantengan o aumenten la productividad, supeditando así dicha reducción a que esta resulte viable –es decir, rentable– para las empresas.

Desechemos, en primer lugar, aquellas propuestas abiertamente tramposas. Hablamos, por ejemplo, de aquellas que plantean reducir el tiempo de trabajo con reducción de salario, como hizo Telefónica, que ofreció a sus trabajadores acogerse a una jornada más corta pero asumiendo una merma del 16 % de su salario. O de aquellas otras propuestas, como la ensayada en Bélgica, que no plantean reducir el tiempo, sino simplemente redistribuirlo: mantener la jornada semanal de 40 horas en cuatro días de trabajo a razón de diez horas diarias, en lugar de cinco días de ocho horas. No, gracias.

Hay otras propuestas, no obstante, que se visten con ropajes llamativos para la clase obrera, y que merece la pena escudriñar en detalle. Son aquellas que plantean reducir el tiempo de trabajo manteniendo intactos los salarios y que se acompañan de discursos en los que se mencionan los beneficios para las y los trabajadores: mejoraría nuestra salud física y mental, la conciliación nos resultaría más fácil, podríamos dedicarle más tiempo al ocio… A priori, suena bien.

En España, distintas fuerzas socialdemócratas están planteando y poniendo en práctica algunos ensayos. La Generalitat Valenciana, con Compromís a la cabeza, está ensayando una jornada de 32 horas. El Gobierno estatal, tras un acuerdo con Más País, activó en diciembre un programa piloto dirigido a pymes industriales, con un presupuesto de 10 millones de euros. En ambos proyectos, que guardan similitudes, se exige a las empresas que mantengan el total de empleados y no reduzcan los salarios y, “a cambio”, se les dan ayudas directas para cubrir los costes derivados de la reducción de la jornada. Las empresas deben presentar planes de modernización e incluir mejoras en la organización que contribuyan a incrementar la productividad. También se les ofrecen incentivos si crean nuevos puestos de trabajo.

Lo primero que llama la atención es que se trata de programas en los que se participa voluntariamente, es decir, se está supeditando la propia existencia de los ensayos a que haya empresas que quieran participar en ellos. La sartén por el mango, como siempre. En segundo lugar, como nos tienen acostumbrados las fuerzas socialdemócratas en los últimos años, se inyecta dinero público a empresas privadas. En tercer lugar, se señala como aspecto positivo de la medida el incremento de la productividad de los trabajadores, algo que puede redundar en mayor competitividad y mayores beneficios para las empresas. El foco, así, se sitúa en las ventajas para las empresas. Vemos, en el fondo, que se pretende hacer política para empresarios y trabajadores al mismo tiempo. Si se dan ayudas públicas a empresas privadas, si se mejora la productividad, ¿a quién está favoreciendo realmente esa medida? Más allá de los beneficios para la salud física y mental o la conciliación, ¿participará la clase obrera del aumento de los beneficios? La realidad nos dice que los salarios llevan décadas perdiendo peso dentro del PIB, mientras los beneficios empresariales no dejan de aumentar.

Por último, hablemos de la creación de empleo y de la carga de trabajo. Desde luego, reducir la duración de la jornada laboral debería llevar aparejada la creación de nuevos puestos de trabajo, pero resultaría ingenuo confiar y creer que esto se daría de forma automática; las empresas siempre buscan la reorganización de los tiempos y el aumento de la eficiencia para no tener que contratar. La “flexibilidad” o “flexiseguridad” que tanto escuchamos hoy día va de esto. Y si disminuye la cantidad de horas pero nos siguen imponiendo la misma carga de trabajo, porque la empresa sigue queriendo cumplir los mismos objetivos, ¿es real el beneficio para el trabajador o la trabajadora? ¿No seguiremos sufriendo la misma presión, el mismo nivel de estrés, o más aún? ¿Todas las empresas están dispuestas a reducir la carga de trabajo de manera proporcional a las reducciones de jornada? ¿O sólo si se las subvenciona con fondos públicos para que contraten nuevos empleados y así poder repartir la carga de trabajo, pero sin que vean disminuidos sus beneficios?

En el capitalismo, el debate se halla, como vemos, plagado de peligrosos interrogantes para las y los trabajadores. La tendencia decreciente de la tasa de ganancia hace que el capital vaya constantemente en busca de una mayor rentabilidad, y ello siempre a costa de su antagonista: la clase obrera. La socialdemocracia, que pretende presentarse del lado del pueblo trabajador, mantiene este debate –como todos– bien ceñido a los márgenes de posibilidad del capital, sin plantear ni concebir siquiera una vida liberada del yugo de este. Al hablar del tiempo de trabajo, siguen supeditando la posibilidad de reducirlo a que el nivel de productividad del trabajador se mantenga o aumente y a que las empresas se lo puedan permitir y además salgan ganando. Cabe preguntarse… ¿Por qué no eliminamos de la ecuación los beneficios empresariales? ¿Por qué no acabamos con la sobreproducción capitalista, que nos lleva de crisis en crisis? ¿Podemos organizar la producción y el consumo de una forma planificada, sostenible y que responda realmente a las necesidades sociales, no a la búsqueda del máximo beneficio por parte de los capitalistas, con la consiguiente competitividad entre empresas y la anarquía de la producción? ¿Podemos eliminar las necesidades ficticias impuestas por el capitalismo en vidas cada vez más frenéticas y desquiciantes? Estas deberían ser las preguntas que protagonicen el debate público sobre la reducción de la jornada laboral.

El cómo también es importante: ¿de qué manera se lograron las ocho horas en 1919 y de qué manera se pretende bajar a, por ejemplo, 32 horas en 2023? Años y años de luchas y reivindicaciones y una masiva huelga de 44 días, entonces; subvenciones a empresas privadas, hoy. ¿La diferencia por el camino? El menor grado de combatividad y organización de nuestra clase. ¿Las soluciones a nuestros problemas vendrán de la mano de quienes nos explotan o de quienes legislan para ellos? Frente a los planteamientos reformistas, que no cuestionan el modo de producción capitalista, las y los comunistas planteamos algo bien distinto.

Si en 1919 era posible trabajar ocho horas diarias, ¿cómo es posible que en 2023 todavía estemos preguntándonos si podemos bajar aquel listón? Con los enormes avances tecnológicos logrados desde entonces, ¿no podríamos trabajar menos, repartir el trabajo, vivir mejor, en definitiva? En 1930, el economista Keynes –no un teórico marxista, precisamente– predijo que para 2030 la sociedad podría permitirse jornadas de unas quince horas semanales. Los avances tecnológicos desempeñarían su papel, reduciendo el tiempo de trabajo necesario. Estamos en 2023, y si miramos alrededor… ¿Qué ha “fallado”? Keynes no contaba con que el capitalismo seguiría su propia lógica: si se requiere menos tiempo para producir lo mismo, en lugar de trabajar todos menos otra opción puede consistir en seguir trabajando el mismo tiempo, producir más y así obtener mayores beneficios. El mantener un ejército industrial de reserva también actúa en contra de ese posible reparto y reducción del tiempo de trabajo.

En el debate actual, existe disparidad de criterio entre los defensores de estas medidas: ¿trabajar menos horas en los mismos cinco días o seguir trabajando ocho horas pero un día menos? Desde sectores feministas, por ejemplo, se apunta que la conciliación diaria seguiría siendo un problema si se trabajase cuatro días, ocho horas. Desde el prisma ecologista, en cambio, se le ven grandes beneficios a la jornada de cuatro días, pues reduciría mucho el número de desplazamientos. Pero… ¿Dónde está escrito que debamos optar por una u otra? ¿No es posible trabajar cuatro días y también menos horas cada día, es decir, una reducción del total de horas más “ambiciosa”? Entre lo que nos dicen que es posible y lo que de verdad es posible a día de hoy media todo un abismo.

En España, la jornada del trabajador medio a tiempo completo era en 2019 de 34 horas; actualmente hay más de tres millones de desempleados; y en 2022 las horas extra pagadas y las sin pagar realizadas al margen de las contratadas ascendieron hasta las 6.783.900 (por cierto, un 42,7 % no se pagaron, es decir, 2,89 millones de horas). Hay trabajadores haciendo jornadas

semanales extenuantes mientras otros y, sobre todo, otras sufren jornadas parciales no deseadas. La juventud sufre altísimas tasas de desempleo mientras muchos trabajadores, cansados ya, desean jubilarse cuanto antes, y quienes mandan pretenden que nos jubilemos aún más tarde, como denunciamos en otro artículo en estas mismas páginas. ¿Tiene todo esto algún sentido?

Lejos de los falsos dilemas que constantemente nos presenta el reformismo, lejos del mal menor socialdemócrata, lejos de contentarnos con migajas porque “es que como venga la derecha…”, es más necesario que nunca hacer saltar por los aires los estrechos márgenes de posibilidad que ofrece el capital y comenzar a pensar y a construir una sociedad nueva, donde todo gire en torno a la vida. Y eso implica, necesariamente, trabajar menos, en el marco de una reorganización completa de la producción y una planificación centralizada de la economía. En este debate está presente el germen de la sociedad socialista-comunista: eliminando de la ecuación el beneficio capitalista, reduciendo la jornada laboral, repartiendo el trabajo, estaremos facilitando la conciliación, el descanso, el ocio; vidas sanas, en definitiva. Estaremos poniendo en primer plano los intereses de la mayoría trabajadora frente al enriquecimiento de un puñado de ricos, estaremos poniendo el avance científico-tecnológico realmente al servicio de la vida, no del lucro, y estaremos dibujando la posibilidad de conservar el planeta, una auténtica quimera mientras el capitalismo siga existiendo.

¿Cuándo fue la última vez que quedaste con algún amigo o familiar un martes cualquiera? ¿Te dan de sí los fines de semana para conjugar los quehaceres domésticos con el ocio y el descanso, todo a la vez? ¿Llega el lunes y sientes que la rueda vuelve a girar en un bucle que nunca cesa? ¿Hace cuántos meses que no desempolvas ese instrumento que habías empezado a aprender a tocar? ¿Cuántas lecturas tienes pendientes? ¿Con qué frecuencia necesitarías ir al fisio o al psicólogo (si no costase lo que cuesta, claro)? Marx nos enseñó que la fuerza de trabajo, aunque con sus peculiaridades, es, en el capitalismo, una mercancía más: se compra y se vende. Si no acabamos con este sistema, eso nunca dejará de ser así, por bonito que lo quieran pintar, por mucho maquillaje que le quieran poner. Construir vidas que podamos disfrutar de verdad, con tiempo de sobra para ser realmente seres humanos, en todas sus dimensiones, y no cifras y engranajes de la maquinaria de los explotadores, es hoy en día posible, pese a que se empeñen en decirnos que no. Y es necesario, para desterrar esa sensación tan viva y desasosegante de que semana a semana, mes a mes y año a año la vida se nos escapa, que no es la que queríamos vivir, sino la que nos dejan. Empecemos por romper con los falsos dilemas: exijamos trabajar (mucho) menos. En las calles hoy en llamas de París, que tantas otras veces nos señalaron el camino a los explotados, tenemos un ejemplo.

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