Naturaleza muerta o arma de futuro

A finales del mes de enero, el pasado martes 24, se cumplieron 100 años de la muerte de Lenin. Esta columna se escribe pocos días antes de esta fecha y, pese a ello, quien escribe no duda en vaticinar que, como acostumbra a ocurrir con las efemérides vinculadas a los dirigentes y la historia de nuestra clase, será este un aniversario reivindicado en uno y otro lado de la trinchera de la lucha de clases. Ocurría –lo hace todos los años– de forma particularmente flagrante el 18 de enero, cuando los nombres de Rosa Luxemburgo y Karl Liebneckt se recordaban y ensalzaban por los mismos que históricamente fueron los responsables políticos de su asesinato, ejecutado por los Freikorps alemanes en 1919 bajo órdenes del Partido Socialdemócrata Alemán. Ocurre con Marx, con Octubre y también con la Comuna o el heroico No Pasarán…

Y en cierto modo es normal –que no aceptable políticamente– que lo haga: los mencionados son hechos y dirigentes que se unen estrecha y orgánicamente, por ser suyos, al pueblo trabajador, a su sentir histórico; hechos y personalidades que condensan y concentran en acción de masa cantidades ingentes de contenido político, de materialismo histórico; hechos e individuos rebosantes de política concentrada que sólo los mejores comunistas, los mejores dirigentes, son capaces de ver, aprehender y trabajar con sus manos de comunista en toda su profundidad. Eso hizo, como pocos, Ilich. Pero aquellos que en esa trinchera (política) que separa la reforma de la revolución, que divide la sociedad burguesa y la potencialmente comunista, han caído del lado de la primera; aquellos que encuadran su acción en preservar la paz entre las clases (preservar, por tanto, el régimen de explotación) sólo pueden entender nuestra historia a la forma burguesa.

Por eso hipócritamente reivindican a Lenin o a Rosa como héroes muertos, en cuerpo, pero sobre todo en espíritu. Los restringen a su historia y su contexto: «Lenin, Ilich, un luchador de su tiempo», reducido a su puro contexto y sus puras circunstancias, como si estas fueran sólo contingentes. Porque la forma burguesa de mirar a la historia es historicista por definición. No hay universalidad, ni dialéctica; y exigírselo sería como exigirle peras al olmo. Pero además de historicista es fundamentalmente hipócrita y oportunista descarada. Porque sólo desde ahí se puede disociar el contenido de Octubre, Lenin, la Liga Espartaco o la III Internacional de nuestro presente político. Un contenido tan vivo en sus fundamentos que sigue teniendo la potencial capacidad de desarticular a la socialdemocracia de nuestro tiempo. Una (incluso la que ahora se disfraza de moralidad) que vuelve a firmar créditos de guerra en nombre de un posibilismo nacional que ya ni siquiera es tal, pues hoy la reforma ha cedido en favor de la contención de un fantasma, de una amenazante barbarie, que en realidad no es cosa distinta de nuestro rabioso y mísero presente.

Pero la herencia política tampoco se decreta, puesto que son la historia misma y la práctica quienes la juzgan. Dando la vuelta a la tergiversación socialdemócrata topamos frente a la nostalgia de quien ya no se ve capaz. Pensar desde la derrota es comprensible, si miramos al mundo que nos rodea. Pero pensar desde la derrota es asumir que lo que pudo ser, hoy, no es ya posible y, entonces, nuestras tareas fundamentales son otras. Lo cierto, sin embargo, es que la vida social rezuma esperanza porque en todos lados, en cada rincón, demanda comunismo. A 100 años de la muerte del «guía de la revolución triunfante», trabajar, sencillamente, por recomponer nuestra fuerza es el acto que diferencia a quien reconoce en la historia algo más que la naturaleza muerta que se contempla como objeto de museo de quien la ha comprendido como síntesis de hechos, de necesidad y contingencia; moldeable y trabajable, siempre –como dice el Partido, en todas las condiciones–, con nuestras manos revolucionarias.

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