Sobre el Pacto Europeo de Migración y Asilo (PEMA) y la xenofobia de la UE

El pasado 20 de diciembre, el Parlamento y el Consejo Europeo establecieron cinco reglamentos que constituyen el nuevo Pacto Europeo de Migración y Asilo (PEMA). Según la propia UE, pretende establecer cómo «compartir la gestión del asilo y los flujos migratorios entre los estados miembros y qué hacer en casos de crisis migratoria repentina». Estas normativas incluyen regular el tratamiento de personas que llegan a las fronteras exteriores de la UE, protocolarizando la gestión de solicitudes de asilo e identificación de migrantes.

El Pacto se ha alcanzado bajo el auspicio de la Presidencia Española del Consejo de la UE. El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, desempeñando el cargo de presidente del Consejo de Ministros de Interior de la UE, mostró su gratitud ante «la voluntad de acuerdo, responsabilidad y flexibilidad» que demostraron los 27 países para llegar «a un pacto trascendental que permitirá seguir construyendo una mejor Europa». Reconoció la dificultad para lograrlo, señalando que las discusiones más intensas se han dado durante el semestre de Presidencia Española del Consejo. Aun así, durante su Presidencia, consideraron el pacto migratorio «como de primera necesidad». Por ello, según la nota de prensa del Gobierno, el equipo negociador fue clave para desbloquear el Pacto, haciendo posible «llegar al acuerdo de hoy». Destacan sus declaraciones por la ostentación de triunfalismo y regocijo ante el acuerdo alcanzado, del que sólo faltarían los «detalles técnicos», que seguirán trabajándose para su confirmación definitiva a lo largo de 2024.

El Pacto se compone de cinco reglamentos debatidos desde 2020 y aprobados entre junio de 2022 y diciembre de 2023. Su objetivo declarado son los procedimientos relativos a la «gestión» de todas las fases del asilo y migración: control de llegadas irregulares, toma de datos biométricos, procedimientos de presentación y tramitación de solicitudes de asilo, normas para la determinación del Estado responsable de cursar la solicitud, gestión de situaciones de crisis y «cooperación y solidaridad» entre Estados.

Como toda normativa de la UE, el envoltorio retórico camufla el verdadero objetivo, disolviéndose entre pomposos términos que connotan ora aséptica gestión, ora inclusión. Es necesario, por tanto, examinar las medidas y su contexto para no extraviar el análisis en la superficialidad del discurso, sino encontrar los verdaderos objetivos políticos del acuerdo, que trasciende la burocracia administrativa para violar los mismos derechos humanos que invoca. El Pacto, en esencia, tiene por objetivo vaciar de significado el derecho de asilo, entendido como solicitud de amparo y protección ante situaciones de persecución. Sin embargo, no se queda ahí. Se pretende poner a disposición del capital la mano de obra que toca a las puertas de la UE, para ser reclamada o rechazada según interese a las patronales europeas.

Los cinco reglamentos comprenden desde la llegada de los migrantes a la frontera hasta la denegación o concesión de asilo. Calculan de unos seis a ocho meses para la primera decisión y establecen la posibilidad de rechazo en la misma llegada, lo que implicaría la deportación. Durante ese tiempo, las personas migrantes permanecerán retenidas en centros de extranjeros, medida de especial gravedad a tenor de las numerosas violaciones de derechos humanos que en ellos se cometen.

El endurecimiento de los requisitos para entrar en la UE va acompañado de deportaciones en frontera que incluyen a menores. Los migrantes aceptados serían distribuidos entre los países comunitarios, y se contempla la posibilidad de que aquellos países que no quieran convertirse en receptores puedan rechazarlos con la «penalización» de 20.000 euros por migrante. Ello generará saturación en los principales centros de detención de países de entrada como Chipre, Grecia y España.

Sin embargo, quizás la cláusula más desconcertante sea la posibilidad de suspensión de estos mismos reglamentos, entrando en situación de excepcionalidad en caso de «crisis migratorias», «fuerza mayor» o «instrumentalización», entendiendo por esto último «las acciones de terceros países y agentes no estatales que faciliten las llegadas a la UE».  Estos casos no acotados y deliberadamente ambiguos persiguen normalizar la excepcionalidad, permitiendo que los mismos reglamentos entren en suspensión según los intereses coyunturales. Ello significaría la posibilidad de la demora del registro de solicitantes de asilo, el incremento del tiempo de detención o las deportaciones masivas. Se crea, de facto, una normativa que subordina los derechos de las personas a las necesidades del capital que gobierna la UE y se normaliza la excepcionalidad.

Otra de las intenciones no declaradas de este pacto es sumir a los migrantes en el desamparo legal, lo que redundará en mayor discriminación y facilitará que, al encontrarse en situación de mayor vulnerabilidad, los empresarios puedan explotarlos por debajo de las condiciones laborales de los trabajadores nativos. Se aseguran la creación de ese «ejército industrial de reserva» del que hablaba Marx, estableciendo masas de trabajadores en paro y semiempleo con los que tender a la baja las condiciones laborales del conjunto de la clase obrera. Para ello, el acuerdo permite que los flujos de migrantes sean «repartidos» según las necesidades de explotación de fuerza de trabajo por parte del capital, posibilitando la distribución política de mano de obra al interior de la UE.

El Pacto es la enésima demostración del carácter reaccionario de la Unión Europea, en línea con la unión de monopolios capitalistas que la conforman. A la vez que son responsables de guerras de rapiña (control de rutas comerciales, recursos, áreas de influencia y exportación de capitales), provocando masivas migraciones para escapar a la guerra y al horror, niegan el derecho al amparo en suelo europeo. El flagrante caso del compromiso de la UE con la invasión en Libia y Siria es buena muestra de ello. Estas guerras suponen millones de desplazados y miles de ahogamientos en el Mediterráneo, a la vez que violaciones continuas de derechos humanos en las fronteras de los Balcanes. La respuesta de la UE, lejos de consideración alguna por los «derechos humanos» que dice defender, no es otra que negar el asilo y establecer mecanismos para explotar la fuerza de trabajo migrante.

Como cara de la misma moneda, socialdemocracia y extrema derecha contribuyen a las necesidades del capital. Por un lado, en el anterior ciclo político de la nueva socialdemocracia, con lo que algunos llamaron «gobiernos del cambio», fue frecuente observar la solidaridad cosmética con los refugiados (“Refugees welcome”, clamaba la pancarta del Ayuntamiento de Madrid en 2015). Más allá de declaraciones y algunos gestos, el compromiso con las guerras criminales (y por tanto con la creación de millones de migrantes en busca de asilo) de su bloque imperialista no se tardaron en ver, como pronto evidenció la guerra de Ucrania. Su incorporación al Gobierno central (PSOE-UP, ahora Sumar), ha demostrado su entregada docilidad a la política exterior de los capitalistas, marcada por el PSOE. Ahora, en una vuelta de tuerca más, presidiendo el Consejo de la Unión Europea, no tienen vergüenza en vender como triunfo el ignominioso Pacto. Por otro lado, en el reverso de esa misma moneda, encontramos la recalcitrante extrema derecha. Azuzando el odio y la xenofobia contra migrantes, pretenden dividir a trabajadores nativos y extranjeros, intentando impedir su organización unitaria como clase para combatir la patronal. Escapar al cinismo de unos y la abyección de otros sólo es posible con la organización sindical y política del conjunto de la clase obrera.

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