Puigdemont con cuernos y rabo. El cuadro de la reacción nacionalista

No decimos nada nuevo si aseveramos que el mundo avanza hacia la guerra generalizada. El capitalismo se prepara para este escenario de forma multifacética. De entre todas las preparaciones, seguramente la más importante sea el trabajo ideológico hacia la población. Nos bombardean con campañas mediáticas militaristas y de naturalización de la represión o de vaciado de derechos democráticos. Las posiciones reaccionarias avanzan de la mano del nacionalismo. Este avance ideológico no se está encontrando con una firme oposición revolucionaria, por lo que está penetrando entre las filas de la clase obrera, incluso en sus destacamentos más progresistas, en la forma clásica del socialchovinismo. España no es una excepción, y el fenómeno se ha desarrollado de forma rápida bajo el paraguas del anti independentismo catalán. El objetivo no es el independentismo; Puigdemont es la coartada bajo la que avanza la reacción.

Como decimos, el avance es generalizado en toda la sociedad, pero toma distintas formas según el público al que se dirige. Así, el anti independentismo toma forma de abierta xenofobia entre los sectores más ultras de la sociedad, mientras que toma formas «jacobinas» entre sectores obreros y de izquierdas. Este avance es el que más debería preocupar a los comunistas, puesto que es la penetración del socialchovinismo entre las filas obreras. Los argumentos esgrimidos son diversos, pero el que mejor trata de engarzar el tema con la posición de clase es el que caracteriza al nacionalismo catalán como el representante de la burguesía catalana y a los hijos y nietos de las migraciones españolas del siglo XX como la clase obrera. Con esta identificación se permite tomar partido en el conflicto nacional aludiendo a la defensa de la clase obrera. Por si fuera poco, se caracteriza al nacionalismo catalán como un nacionalismo especialmente racista, como una anomalía dentro del panorama político español, como los más extremistas dentro de la familia de la extrema derecha.

Más allá de las pasiones, los comunistas consideramos que la consciencia social viene marcada por la base material, es decir, que las ideas suelen surgir de intereses económicos que las promueven. Por lo tanto, si queremos analizar qué ha sido el procés, tendremos que analizar las clases sociales que están detrás de él y a las que les interesa objetivamente.

Es obvio que la burguesía no nació con un mercado y una propiedad ultraconcentrados, ni en España ni en ningún lugar. En el paso del feudalismo al capitalismo, la burguesía empezó a controlar pequeños mercados en territorios concretos que conllevaban su correspondiente influencia social y política. Podemos decir que la burguesía tenía apellidos regionales, por ejemplo, la burguesía catalana. A partir de principios del siglo XX, esta burguesía catalana se organiza políticamente para defender sus intereses en lo que fue la Lliga Regionalista y, ya en la Transición, la alianza entre Convergència y Unió (CiU). Convergència Democràtica de Catalunya fue el partido creado por Jordi Pujol para representar al catalanismo conservador. Aupado por la poderosa burguesía farmacéutica de Barcelona, Jordi Pujol se convirtió durante la Transición en el líder indiscutible de todo un espectro político. Unió Democrática de Catalunya fue el hermano menor de ese espectro, siempre aliado y a la vez peleado con Convergència. Unió era un partido histórico del catalanismo católico post-carlista, pero en su evolución fue mutando hasta ser el partido patronal catalán por excelencia. No en balde, Josep Sánchez Llibre ha ido pasando en los últimos años del Congreso de los Diputados por Unió a presidente de Foment del Treball, la principal organización empresarial catalana, y es también vicepresidente de la CEOE.

La visión de que CiU era el genuino representante de la gran burguesía catalana, correcta en su momento, quedó petrificada en las consciencias de buena parte del pueblo e incluso de sectores progresistas. Pero el capital se concentra, y con él cambia toda la realidad política. El capital catalán se comporta como cualquier otro; se exporta para comprar filiales de fuera de Cataluña, se fusiona con otras empresas del mismo ramo, es adquirido por multimillonarios extranjeros, etc.

Caixa Bank ya no es un banco catalán, sino que tiene intereses en toda España y más allá. Sol Daurella, antigua propietaria de la embotelladora de Coca-Cola catalana, es ahora presidenta de la empresa nacida de la fusión de todas las embotelladoras españolas. Caprabo, compañía de supermercados catalana, fue vendida a Eroski y sus antiguos propietarios catalanes se han llevado el capital a invertir en EEUU. De las antiguas familias burguesas de la empresa farmacéutica barcelonesa sólo quedan los Almirall, a quienes cada vez les cuesta más competir con gigantes internacionales como Bayer o Novartis. Abertis, dedicada a la gestión de autopistas, fue adquirida por ACS a la vez que burgueses catalanes entraron en el accionariado de Repsol. Gigantes como Naturgy, con sede en Barcelona, tienen centrales térmicas y de ciclo combinado por toda España. Mango, competidora catalana de Inditex, es propiedad de un burgués turco. En resumen, en pleno siglo XXI la gran burguesía ha concentrado su capital y ha unido de tal manera sus intereses que no se puede hablar de la existencia de una gran burguesía catalana tal como se había hecho con anterioridad. La gran burguesía en Cataluña es española, orgánica y políticamente.

El cambio operado en la clase dominante produjo en la última década cambios en sus representantes políticos. La patronal catalana apoyó a Artur Mas en 2012 cuando fue a reclamar un pacto fiscal, pero le retiró el apoyo cuando, al no conseguirlo, este anunció públicamente su adscripción al independentismo. Fruto de ello se rompió en 2015 la coalición CiU, y Convergència quedó como un partido con el apoyo de la pequeña y mediana burguesía y Unió, con el apoyo de la patronal, fue a caer en las listas electorales del PSOE. Convergència, y posteriormente Junts, tratan de abarcar un espacio político que va desde la socialdemocracia de la pequeña burguesía impulsada por la Asamblea Nacional de Catalunya al centro-derecha de la mediana burguesía.

A nivel electoral los partidos suelen tener, en Cataluña, unos resultados según la renta en forma de U o de U invertida en función de su nacionalismo. Y cuánto más central sea su discurso nacionalista, más acentuado resulta este comportamiento. Es decir, los partidos nacionalistas españoles obtienen muy buenos resultados en las mesas electorales más ricas de Cataluña y a la vez en las más bajas, mientras obtienen malos resultados en las de rentas medias. A su vez, el nacionalismo catalán arrasa en los barrios de la pequeña burguesía y de la clase obrera con un nivel medio de renta y «pincha» en las zonas de grandes ricos y en las de la clase obrera más empobrecida. De modo simplificado, la gran burguesía es españolista; la pequeña, catalanista; la clase obrera con trabajos cualificados, también; y finalmente la clase obrera con trabajos menos cualificados vuelve a ser españolista. Como la gran burguesía es una pequeñísima minoría que no se ve, fácilmente se cae en la simplificación de que hay dos Cataluñas: la rica, burguesa e independentista de los centros de las ciudades y el campo, por un lado, y la pobre y obrera de las periferias, por el otro. Esta simplificación sirve al nacionalismo español para vender su proyecto como el proyecto de los humildes, usando a Junts como un partido indistinguible de la CiU de Jordi Pujol o a la Lliga Regionalista de principios de siglo XX.

Por su evolución en la confrontación con el Estado, Junts se está viendo obligado a criticar a las instituciones garantes de la estabilidad del Estado (monarquía, cuerpos de seguridad, judicatura, medios de comunicación, etc.), con lo que se ve desplazado de su condición de «partido de orden». En ningún momento de su historia Junts ha coqueteado con posiciones fascistas de superación autoritaria del parlamentarismo burgués ni ha promovido escuadrones violentos de carácter antiobrero en las calles. Junts es un partido nacionalista y, como tal, sí coquetea con posiciones xenófobas o racistas, pero no lo hace en un grado superior al propio PSOE y ya no digamos al PP o Vox. No hay ninguna intención desde estas páginas de defender a este partido, que es un abierto enemigo de la clase obrera, pero sí de analizar la realidad de forma seria para que no den gato por liebre. La caracterización de Junts como partido de extrema derecha no tiene ningún sustento, pero su uso por parte del nacionalismo español de izquierdas sirve para que se puedan poner cómodamente de parte del Estado en la represión anti independentista sin tener contradicciones ni remordimientos de consciencia. Ya sabemos que deshumanizar al adversario es la forma más fácil de justificar su eliminación. Algunos firmarían un frente antifascista contra el más peligroso de los fascistas, Puigdemont, junto al PSOE, el PP, Vox, la Guardia Civil y los jueces del Tribunal Supremo. Los caminos de la revolución son diversos, pero no tanto.

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