La guerra de los relatos

Emisión radiofónica de ‘La guerra de los mundos’ en la CBS, 1938. Imagen: Getty Images.

En la noche del 30 de octubre de 1938, víspera de Halloween, el joven Orson Welles ponía en antena una muy realista adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, la novela de H.G. Wells. El programa, como es sabido, supuso una conmoción en la sociedad estadounidense, que creyó que los marcianos realmente les estaban invadiendo. Muchos años después, en la que sería su última película, Orson Welles recordaba aquello. Lo hacía porque en ésta su ultima película, una suerte de híbrido entre documental y ficción, titulado F for Fake, iba a reflexionar “sobre la trampa, el fraude, sobre las mentiras”, según sus propias palabras.

Antes y durante la dramatización radiofónica de La guerra de los mundos, Welles advertía que aquello no estaba ocurriendo realmente, que era todo ficción. Sin embargo, muchos de los oyentes que se incorporaron sin escuchar dichas advertencias, llegaron a tomar la ficción por realidad. La verosimilitud periodística del formato y la credulidad de gran parte de la sociedad estadounidense sobre la veracidad de toda información que transmitieran las ondas obraron la hecatombe.

La anécdota sirve para hacer multitud de analogías. Por comenzar con alguna, podemos decir que la comunicación política de nuestros días (circa 2020) se basa en la máxima de que lo importante no es la veracidad del contenido, sino la credibilidad que proyecte la forma en que se transmita. Los grandes medios de comunicación juegan un papel esencial ahí, por supuesto. El éxito y la capacidad viral de lo que hoy llamamos fake news reside en la calidad del formato, cuanto más confiable, atractivo y respetable sea el recipiente, más tranquilos consumiremos la pócima. El problema es que la pócima, a menudo, es lejía, e ingerirla nos mata. Si cualquier iluminado nos dice por la calle que beber lejía nos salvará de un virus, no le haríamos caso. Si lo dice por la tele el Presidente de los Estados Unidos, sucede que más de un insensato le pega un trago al bote de desinfectante, para matar al virus o por si vienen los marcianos.

La tensión entre ficción y realidad ha sido una de las controversias recurrentes en la literatura del último siglo. Generalmente, la diatriba se ha resuelto muy diplomáticamente, porque al final siempre está claro que la ficción no tiene por qué oponerse a la realidad, que puede ser un ropaje estilístico, e incluso que puede contar una verdad. Algo parecido ya lo dijo Picasso sobre el arte, que es una mentira que nos acerca a la verdad. El avance narrativo y artístico en torno a esta lucha de aparentes contrarios no ha tenido correlación en otros campos. Y volvemos, de nuevo, a la política. En esta esfera, la realidad y la ficción siempre han estado enfrentadas. No puede ser de otra manera. La ficción, en política, al contrario que en el arte, sirve siempre para ocultar o tergiversar la realidad. Se convierte en mentira, simple y llanamente, sin acercarnos a ninguna verdad. A esto lo han llamado: el relato. Y no, lo lamento, no volvemos a la literatura, seguimos en la mentira a secas.

En términos no solo de comunicación política, sino de política en todo su alcance, vivimos los tiempos del relato. Ay de nosotros. Este eufemismo de la mentira ha cobrado una significación asombrosa. Lo condiciona todo. En una sociedad cada vez más explotada y arrollada por la vorágine de subsistencia que supone el capitalismo, es complicado no verse vapuleado por el maremoto constante de informaciones oficiales, desmentidos oficiosos, estados de opinión, tendencias culturales y chismorreos sobre el futuro del mundo. En estas aguas revueltas y tumultuosas de desinformación, ya se sabe, ganancia de pescadores. Resulta casi imposible dar con un comunicado oficial, del gobierno que sea (central o autonómico), que coincida con lo que luego se imprime en los boletines oficiales, menos aún con las expectativas, significado y alcance inicialmente dados por hechos consumados. Igual de difícil que encontrar una pieza periodística en los medios de gran alcance que no incurra en algún tipo de desinformación interesada.

Es terrible, pero parece que los hechos ya no importan. Lo que importa es cómo se cuentan, o cómo se inventan. No digamos ya cuando, en lugar de hechos, lo que se relata son pretensiones. Si lo ocurrido se cambia a su antojo en la ficción política, imagínense las reservas que pueden tenerse con algo que aún queda en el futuro. Se ha naturalizado la mentira. Y en este ahora lo que prima es quién miente mejor, es decir, quién hace prevalecer su relato como el más verosímil y aceptable.

Un hecho paradigmático de todo esto está siendo el impacto que pudo o no tener la manifestación del 8M en la propagación del coronavirus. La derecha política y mediática insisten en verter tintas sobre el excepcional foco de contagio que supuso dicho evento. No les importa que la realidad les quite la razón y sean numerosos los estudios científicos que dejan patente que la manifestación del 8M tuvo una incidencia mínima en la propagación del virus, en comparación, por ejemplo, con la cantidad de pasajeros del transporte público esos días. Pero lo mismo se puede decir del mantra gubernamental de que “los despidos están prohibidos”. La realidad es que el despido nunca fue prohibido, lo podemos leer en el Real Decreto-ley 09/2020, donde se explica que el despido por causas relacionadas con la pandemia pasará a ser improcedente; nada dice sobre prohibición el único relato vinculante legalmente, que es el BOE.

Otro hecho muy gráfico del poder del relato en la política española se dio en la tarde del 20 de mayo, tras la aprobación de la quinta prórroga del estado de alarma. Los portavoces del PSOE (Adriana Lastra), Unidas Podemos (Pablo Echenique), y EH Bildu (Mertxe Aizpurua), firmaban un acuerdo para la derogación “íntegra de la Reforma Laboral del año 2012”. Sorprendía, por los firmantes, y por lo firmado. Sólo unas semanas atrás, la Ministra de Trabajo había afirmado que tal derogación (por la que ella misma había hecho campaña) era técnicamente imposible. Pero la gran sorpresa, el gran giro dramático de este relato, se desataba unas horas después, cuando el PSOE se desdecía de lo firmado y enviaba a los medios una nota aclaratoria para explicar que donde había dicho “derogar íntegra la Reforma Laboral”, quiso decir recuperación “de los derechos laborales arrebatados por la reforma laboral de 2012”. Nada de “íntegra” (ni de integridad, por lo visto, pero eso ya lo sabíamos). Los relatos, a veces, se vuelven en contra de sus propios autores, se confunden los narradores y los sentidos. Desde Bildu, aclararon la nota aclaratoria del PSOE (apoyada por UP), reafirmando que la derogación sería íntegra, y que la diferencia se trataba solo de un matiz terminológico. Y todos tan contentos. Como en los libros de aventuras para niños, puedes elegir tu propia aventura. De cualquier manera, el curioso y fugaz caso de la nonata intención de la derogación íntegra de la reforma laboral, ya ha dejado su historia. Y algo quedará.

Lo trágico es que cuando los relatos dicen su última palabra, la realidad sigue allí. Eso no les importa a quienes se encargan de gestionar la miseria. Saben bien que la realidad no desaparece. Sólo pretenden hacernos creer que no es la que es. Tienen un aparato poderoso de prestidigitación para conseguirlo. Y buenos cuentistas, y malos también. Y el producto de ambos se consume. Hay cuentistas chabacanos y poco talentosos, que suelen ser también vagos y despreocupados, y no se complican a la hora de redactar sus relatos, se dirigen a un público fiel que aplaudirá cualquier historia en la que los malos sean los rojos. Los buenos cuentistas políticos suelen aspirar a sugestionar a un público más exigente, por eso sus técnicas son mejores, sus frases más pulidas, sus tramas mejor presentadas; son los narradores que se empeñan en que su ficción se entienda como reflejo de la realidad, para que la realidad no se muestre tal y como es. Las moralejas de sus historias suelen estar plagadas de posibilismo (es lo más que se puede hacer hoy por hoy), de sensato pragmatismo (es esto o viene el lobo) y de buenas intenciones (nadie se quedará atrás).

Pero no es lo más que se puede hacer hoy por hoy, ni lo mejor. Tampoco el lobo viene, sino que ya ha llegado, y se ha metido en casa, principalmente porque ellos le dejaron entrar. Y si miramos atrás, veremos que el atrás está lleno de gente que se ha quedado atrás.

El que quiera puede seguir participando en su guerra de los relatos, pero con eso no cambia la realidad, sino que la apuntala sobre la mentira. La realidad, que va a seguir ahí, acabará poniendo en su sitio, tarde o temprano, a los cuentistas oficiales, felizmente enfrentados en su club de debate. Para que esto ocurra, sin embargo, es necesario que los protagonistas de la realidad comiencen a narrar la historia en primera persona.

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