A diez años de la marcha negra

Hace ahora diez años de la marcha minera a Madrid y como cada junio desde que se iniciaron las movilizaciones de la última gran huelga minera en aquellos dos meses del 2012, mis pensamientos rememoran la batalla, cada asamblea en los pozos, cada barricada en las cuencas mineras. No pretendo hacer un recorrido histórico de cada uno de los acontecimientos que se sucedieron en el conflicto, quiero con el permiso de los lectores, desnudar el conflicto dejando caer las palabras en el recorrido del sentimiento, del pensamiento colectivo, que sintetiza un obrero del carbón en el aniversario de la primera década de esta huelga, una efeméride que nutre la historia mas reciente del movimiento obrero de nuestro país.

Han pasado ya unos años que nos hemos levantado de las agujetas del camino, porque las agujetas de la marcha y de los madrugones, de la frenética actividad de la lucha y la tensión de las barricadas, se pasan en pocos días, pero las otras duran años. Estas últimas no duelen, provocan sin embargo un hecho: aunque la huelga cese, el conflicto permanece en cada uno de nosotros y pasan los años sin que la vida deje atrás nada, viviendo en un 2012 permanente. Hasta que un día sacudes el polvo del camino y el proseguir de la lucha de clases te prepara para la siguiente batalla, que no cesa. Y esa es la vida del minero, de la clase obrera en general.

Aquella huelga que exigía la continuidad del sector, una huelga caracterizada por la defensa de los puestos de trabajo en particular, en lo más inmediato de nuestras reclamaciones sindicales, poseía sin embargo, un marcado carácter político, la lucha contra la desindustrialización del país, la soberanía energética, el trabajo estructurado, los derechos adquiridos como clase, la lucha contra el carbón de sangre que hoy inunda los parques de nuestros puertos marítimos, una lucha antiimperialista en muchos aspectos. Y los mineros éramos conscientes de ello. Hoy 10 años después el eco de la huelga y sus reivindicaciones suenan amplificados porque las consecuencias del cierre del sector son patentes en toda la sociedad y es la clase trabajadora quien la está pagando.

Quedan además para la historia acontecimientos icónicos que algún día se estudiarán en las escuelas, como los de aquella marcha minera que representó la fusión de los anhelos de un pueblo harto de la esclavitud capitalista, que rompió prejuicios y estereotipos entre territorios, una marcha que despertó la solidaridad internacional de miles de obreros en el mundo, que nutrieron las cajas de resistencia como los mineros ingleses que visitaron nuestros pozos en lucha, o los siderúrgicos griegos con los que compartimos mesa para explicar nuestros conflictos al pueblo. Una marcha minera que como una fila de hormigas, con nuestros cascos blancos y negros, despertaba los recibimientos y aplausos de trabajadores y trabajadoras, estudiantes, obreros del campo y pensionistas en todos los pueblos y ciudades que hay desde Asturias hasta Madrid. Cientos de personas en cada pueblo aplaudiendo a nuestros luchadores, nuestros hermanos de clase, tal era el recibimiento en la llegada de cada etapa cuando se iba a descansar y dormir en polideportivos y similares, tal era la despedida para iniciar camino, así mismo allí estábamos compañeros de trabajo desplazados bien por contingencias de la marcha, bien por acompañamiento, algo tan necesario y tan parecido como aquello de endurecerse, sin perder jamás la ternura, que diría el Ché.

Cómo olvidar el ruido de helicópteros en nuestros montes, las barricadas en los pozos, los encierros y sus emotivas salidas, los destacamentos policiales a cada kilómetro en las carreteras y pueblos, el sonido de los disparos de bolas y los voladores, las asambleas de pozo y las generales, las huelgas generales en los territorios mineros con el cartel de “cerrado por huelga”. Todo eso que forma parte de cualquier lucha del pueblo trabajador contra los que nos roban y explotan y contra aquellos que organizan y gestionan el robo y la explotación, que condenan a nuestros territorios y a nuestros compañeros y compañeras.

Pero si con algo me quedo, si algo no lograrán nunca borrar de mi memoria ni de la memoria colectiva de un país, es el recibimiento del pueblo madrileño en la última etapa nocturna, en la entrada a la capital. Una manifestación nutrida por una cantidad ingente de autobuses vomitaba en la entrada de la ciudad a toda una columna de hombres y mujeres del carbón, familiares, habitantes de las cuencas mineras y mineros, obreros que tomaban parte, que marchaban detrás de los cordones de seguridad que delimitaba a los participantes de la marcha formados en filas. Tuve, por menos, que quitar el casco que con orgullo llevaba a toda manifestación, a fin de que la visera no borrara el alcance y la magnitud de aquel recibimiento: miles, abarrotaban las aceras, los puentes, subidos en las barandillas y las bocas de metro, en cualquier estatua, farola o elemento urbano, aplaudían y gritaban a un tiempo: Madrid obrero, saluda a los mineros.

Y este fin es sin duda el mayor éxito de una movilización, es la esperanza, la unidad, el saber hacer de un país obrero, condensado en breve espacio de tiempo, el que espera latente en el día a día de las familias trabajadoras por el día final, por la noche de los tiempos que parirá la luz del nuevo mundo, del hombre y la mujer nuevos. Este anhelo, sin performance, ésta presentación, esta formación real de la clase obrera de un país, ha surgido en la historia muchas veces ya, y seguirá surgiendo cada vez que la clase obrera tome partido y decida luchar para construir el mundo nuevo que tanto merece.

Porque la lucha minera y su marcha, es la marcha y la lucha de todos los trabajadores unidos frente a un enemigo común, por un objetivo común, en aquel tiempo en que mientras los valles mineros se envolvían en humo y un destacamento de mineros tomaba rumbo a Madrid, en los despachos del capital se socializaban las pérdidas de Bankia.

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