Volveremos a teñir marzo de rojo

Las mujeres jóvenes, pese a crecer en la promesa de que la igualdad ya estaba aquí, tenemos reciente el recuerdo de, aún siendo niñas, no poder escapar a crecer mujeres. De la nula educación sexual a aprender a base de, generalmente, malas experiencias, que todo nuestro papel era el de ofrecer y complacer, ¿a cambio de qué?; o, mejor dicho, ¿en agradecimiento a qué? El miedo a caminar solas entrañaba (entraña) una verdad que es que alguien podía atacarnos; y eso era solo la expresión más violenta del lugar en el que la sociedad burguesa nos había colocado.

En el capitalismo, el trabajo —y más, aquel históricamente feminizado— no permite la vida. Un contrato en negro, el paro, un salario de limpiadora, de cocinera, repartidora, camarera de piso, teleoperadora… simplemente “no da” para vivir. Socialmente las mujeres somos todavía económicamente dependientes, cuando no de los padres, de la pareja: para muestra, sólo el 8% de las mujeres entre 16 y 29 años viven solas. La familia capitalista sigue siendo hoy la unidad fundamental de reproducción de la fuerza de trabajo, de reproducción de la sociedad de clases.

El lugar que ocupamos en la división social —y sexual, como parte de ésta— del trabajo, nuestra interacción inmediata con la sociedad, ajena a nuestra voluntad (vivimos así porque vivimos mujeres), determina también cómo somos pensadas, cómo nos pensamos a nosotras mismas. Nuestro lugar dependiente y subsidiario constantemente se nos recuerda. Podemos ser usadas, maltratadas, violadas y matadas. De puertas adentro es nuestra sexualidad, nuestro cuerpo, nuestra feminidad aquello que nos valida porque nuestro trabajo siempre será de segunda, prescindible, complementario e insuficiente. Pero a la vez es nuestra sexualidad, nuestro cuerpo, nuestro sexo, aquello que se nos señala con hipocresía y desprecio, aquello que aparece rápido como argumento moral para desacreditar.

Las mujeres jóvenes vivimos nuestra adolescencia y nuestra juventud canalizando la rabia más inmediata, fruto de esta realidad, en los 8 de marzo del 2019 y el 2020. Aquellos que desbordaron de morado nuestras ciudades, pero de los que ya cada vez queda menos porque toparon con el callejón sin salida de los debates limitados a la inmediatez y el cortoplacismo; el callejón sin salida de aquella forma tan vieja de hacer política mediada por la representación, incapaz y sin pretensión de organizar la fuerza que pudo existir.

Pero nosotras somos comunistas. Y como tal nuestra primera tarea es la de conocer y aprender de la historia de las que lucharon antes que nosotras. Recordar que el 8 de marzo siempre fue nuestra fecha: una que llamaba a organizar a las mujeres y a las jóvenes, a fomentar su lucha por mejorar las condiciones del trabajo femenino y ensanchar así las fronteras del ejército del trabajo, que es también el de la libertad: el único que entraña la vida nueva en la que las mujeres seamos completamente libres. Y porque somos comunistas, nuestra segunda tarea es continuar esa lucha: hacer de ese ejército, que es la revolución, una realidad. Las jóvenes comunistas volveremos a teñir marzo de rojo.

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