Poner los medios en Oriente para teñir de rojo el mar

Enero, 2024. Los civiles palestinos siguen siendo masacrados en medio del genocidio sionista. Van ya más de 10.000 niños asesinados (que no muertos, como afirman los monopolios mediáticos) en la franja de Gaza, más de un tercio del total de víctimas del ejército israelí. La crudeza de las imágenes ha herido millones de sensibilidades en todo el mundo, y nadie es indiferente a la brutalidad desplegada por los sionistas no solo en los territorios ocupados, sino en países vecinos como Líbano o Siria.

Las reacciones no se han hecho esperar. Sudáfrica, con el apoyo de otros gobiernos del mundo, ha llevado ante la Corte Internacional de Justicia al Gobierno israelí, acusado de diversos crímenes, principalmente los descritos en la Convención para la prevención y la sanción del delito de Genocidio de 1948. Sin embargo, la actualidad también debe destacar la situación en el Mar Rojo, en el contexto de ataques contra barcos con bandera israelí por parte de los hutíes, uno de los bandos involucrados en la guerra de Yemen y que muchos consideran hermanado con otras milicias islamistas como Hamás en Palestina y Hezbolá en Líbano. Unos ataques que han saltado a la palestra internacional precisamente por la importancia que tiene el Mar Rojo en el comercio internacional –por donde fluye el 10 % del comercio marítimo de todo el planeta–, por las noticias de monopolios europeos tomando la alternativa de rodear toda África para evitar la zona y por recordarnos que hay una guerra que ha producido en ocho años cerca de cuatro millones de refugiados, sin contar los más de 150.000 muertos directos y una de las peores hambrunas del mundo.

Una situación, la del Mar Rojo, que ha provocado una escalada bélica: el 18 de diciembre Estados Unidos anunciaba la Operación «Guardián de la Prosperidad» como respuesta a los ataques hutíes bajo una supuesta defensa de su aliado sionista y con la colaboración de una amplia gama de países cuyos intereses coinciden, en la mayoría de casos, en las rutas marítimas que confluyen en dicho paso: Reino Unido, Dinamarca, Países Bajos, Noruega o Grecia en Europa, o Baréin, Sri Lanka o Seychelles en Asia. Sobre el Gobierno español y su relación con esta operación, por cierto, hablaremos más adelante, pero antes tenemos que hablar de la triste realidad que se esconde tras las buenas intenciones y las máscaras; rebajar las expectativas y devolver a la realidad a los ilusos que se puedan dejar engañar por las nobles palabras de uno u otro bando.

Porque de eso va todo este escenario: de muchas bombas de humo para cubrir los motivos por las que se mandan las bombas que matan a gente. Seamos claros: los hutíes no atacan barcos con bandera israelí (solo) por solidaridad con el pueblo palestino, los gobiernos euroatlánticos no envían tropas por su amor a la democracia (burguesa), a los jeques bareiníes no les quita el sueño lo que le suceda a la gente en el otro extremo de la península arábiga y los militares seychellenses no están de turismo en la zona, que es lo que ha venido a insinuar el Gobierno de dicho país. Aquí lo que hay es un tablero lleno de factores que se elevan al máximo exponente a causa de un único denominador común: la búsqueda de los mayores beneficios posibles para los monopolios.

Miremos el trasfondo: ¿a quién le interesa darle alas a la facción hutí, célebre por sus posicionamientos contra Arabia Saudí? La lógica nos guía fácilmente en la respuesta: a los rivales directos de Arabia Saudí por la hegemonía en la región, que en este caso es la reaccionaria (y desde luego no antiimperialista, aunque haya quienes deciden pensar lo contrario) República Islámica de Irán. Una Irán que, por cierto, también tiene un amplio historial de financiación de grupos paramilitares y de conatos de guerra con el propio estado de Israel. En este caso, el mantenimiento de una facción antisaudita en uno de los puntos de control comercial más relevantes del planeta y con capacidad de lanzar misiles a dos de sus principales rivales es de sumo interés para los capitalistas persas.

¿Qué ganan los distintos estados europeos que participan en la operación? Pues ellos nada, pero su papel no es ganar, sino defender a sus monopolios. Busquemos la lista de países que decidieron participar desde el primer momento –Reino Unido, Dinamarca, Países Bajos, Noruega, Grecia– y comparémosla con la de las principales empresas afectadas por la crisis del Mar Rojo –BP, Maersk, Boskalis, Höegh y distintas petroleras griegas a la cabeza–; los resultados hablan por sí solos.

Un inciso antes de continuar: dicha defensa de sus monopolios consiste en intentar acabar o al menos minimizar el peligro de cruzar por el Mar Rojo porque la ruta alternativa supone un incremento de costes para dichos monopolios, pero que nadie se piense que el aumento de precios del que culpan a esta crisis geopolítica y que ya están repercutiendo en los bolsillos de los trabajadores no ha venido para quedarse, como ya ha pasado con tantas excusas en los últimos años.

Algo similar a los países europeos pasa con las exportaciones de crudo desde Baréin –el 60 % de sus exportaciones totales–, que se enviaban a Europa y América por el Mar Rojo y que no tienen una alternativa de paso por una zona tan llena de conflictos como la de Iraq-Siria-Líbano. Todo ello por no hablar de las pérdidas multimillonarias para los puertos asiáticos en el Océano Índico donde habitualmente se detienen barcos procedentes de China, Corea, Japón, India, Vietnam o Australia, y que es lo que permite comprender por qué participan en la operación tanto Singapur como Sri Lanka.

La pregunta es obligada: ¿cuál de todos estos países se ha preocupado, en los últimos ocho años, por la situación de millones de yemeníes? De hecho, ampliemos en el espacio y el tiempo la pregunta: ¿cuál de todos estos países se ha preocupado por la situación de este punto caliente de conflictos y de la piratería en el siglo XXI? Porque en Yemen hay guerra, pero justo en la otra orilla del mar nos encontramos con la octava guerra en Sudán en los últimos 40 años; el conflicto militar entre el gobierno de Somalia y la de facto independiente (aunque no reconocida por ningún estado) Somalilandia; la guerra civil a siete bandas en Etiopía –la que tiene mayor número de muertos anuales actualmente–, un país con bases militares estadounidenses y chinas (Yibuti) y otro que aún no ha terminado de delimitar formalmente sus fronteras tras independizarse en 1993 de Etiopía (Eritrea) y que de vez en cuando amenaza con volver a tomar las armas.

Sumemos todo ello a la situación en Ucrania y Palestina, pero también a Afganistán; y a Irán y Pakistán; y a Siria e Iraq, con presencia militar turca; y a media África, escenario de choques de intereses entre Rusia, China, Francia y Reino Unido; y a Myanmar, donde ya se suman casi 500 muertos solo en este 2024; y a la destrucción de la república armenia de Artsaj, anexionada por Azerbaiyán el año pasado y formalmente desaparecida este 1 de enero. A todo ello nos lleva el imperialismo, ese que tanto defienden tantos impostores dependiendo de con qué bandera se vista.

Porque eso es el imperialismo: la competencia entre monopolios, que genera conflictos de intereses que, cuando no se pueden resolver de otra manera, se resuelven por la vía de las armas. Lenin ya nos lo advertía: la guerra es la continuación de la política por otros medios, y el imperialismo no deja de acumular combustible para una guerra generalizada. Las y los comunistas llevamos años avisando.

Una última reflexión: el 16 de enero, un medio afín a un partido con ministros en el Gobierno español seguía insistiendo en que España no participaría en la susodicha «Operación Guardián de la Prosperidad». Al día siguiente, ya se conocían detalles de la participación española en el Mar Rojo. El Gobierno español no solo es cómplice, sino responsable. Pero eso ya lo sabíamos cuando sumaron nuestras tropas y aviones a los contingentes del Mar Báltico y el Mar Negro, cuando organizaron cumbres de organizaciones militares y cuando enviaron armas a medio mundo. Porque cuando al Gobierno español le toca poner los medios para teñir de rojo el mar, no podemos negarnos porque «hay obligaciones». ¿O no, Enrique?

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