Año cero. De la distopía a la realidad

Nos dijeron que no había que caer en el alarmismo, pero un catorce de marzo declararon el estado de alarma. Comenzaron las medidas de confinamiento. Muchos trabajadores tuvieron que seguir en sus puestos de trabajo, incluso sin medida de protección alguna. Al principio se tomó la cosa a broma, parecía una situación pasajera. Por las tardes salíamos a los balcones, primero en apoyo a los trabajadores de la sanidad y, más tarde, cada cual a lo suyo, dependiendo del barrio.

Al poco tiempo, nos dijeron que estábamos en guerra. Y se hicieron habituales las comparecencias de militares en los medios de comunicación. El enemigo era el virus y todos debíamos convertirnos en soldados. Comenzaron a hablar de unidad de mando, de primeras líneas de combate, de valor y disciplina social. Los militares aparecieron en las calles. Pusieron en marcha operaciones psicológicas, de esas que la OTAN denomina PSYOPS y ya venía aplicando en tiempos de paz, crisis y guerra. En el siglo IV antes de nuestra era, el general chino Sun Tzu ya decía que en materia bélica la suprema excelencia consiste en ganar batallas sin luchar, pues el arte de la guerra está basado en el uso del engaño.

Nos engañaron, ¡vaya si lo hicieron! Apelaron a la unidad nacional y exigieron posponer las reivindicaciones para cuando todo pasase. Al principio pedían mano dura contra quienes se saltaban las medidas decretadas. Más tarde se comenzó a aplaudir desde los balcones algún abuso policial que se iba conociendo. Luego se promovió la delación masiva. Finalmente se prohibió y persiguió toda disidencia. Nos convertimos en enemigos de nuestros propios vecinos, nadie confiaba ya en nadie.

Las comunicaciones fueron sometidas a un estricto control y la red se convirtió en un nuevo campo de batalla. Miles y miles de webs y de cuentas en redes sociales fueron censuradas. No se consiente ninguna crítica. Nada que vaya contra los planes de guerra anunciados en medidas y estudiadas comparecencias en las que se filtran las preguntas de los periodistas. Decretaron tolerancia cero.

Millones de personas terminaron perdiendo su trabajo. Nos prometieron levantar un escudo social, pero después de los ERTEs llegaron los despidos en masa. Se terminaron las prestaciones de desempleo y, con ello, los ingresos. Muchas familias comenzaron a endeudarse utilizando las tarjetas de crédito, luego con préstamos rápidos y usureros ofrecidos en anuncios de televisión. La cosa se fue agravando en la medida en que desaparecía la generación más golpeada por el virus, a la que no se quiso o no se pudo atender. Con ellos desaparecieron también las pensiones. Dejamos de contar con la solidaridad de padres y abuelos, que tanta hambre quitó en la anterior crisis.

La guerra contra el virus se convirtió poco a poco en mundial. Muchos países, incluido el nuestro, cerraron las fronteras a las personas. Pero las fronteras se mantuvieron abiertas para los capitales y para las mercancías, que cargan, transportan y descargan personas. Hacía tiempo que nos venían hablando de la posibilidad de una crisis por no sé qué enfrentamientos entre Estados Unidos y China. Y la crisis llegó, vaya si llegó. Alguien escribió que la sobreproducción se manifestó, más que nunca, como una grave enfermedad.

Primero comenzaron a escasear algunos productos. En los primeros días fruto del acaparamiento, pero después sencillamente porque no había. Y lo que había no se podía pagar. Los precios subieron exponencialmente, sobre todo los de aquellos productos de los que nadie puede prescindir. Vinieron los cortes en las comunicaciones y en los suministros. Al principio nos pidieron calma y nos hablaron de una crisis en V, pero la V pronto se convirtió en una U y, finalmente, en una L. Ahora, tras varios meses de confinamiento, nos hablan de un guion bajo.

El año 2020 pasará a la historia como el “año cero”, porque ahí comenzó todo. Sólo tenían razón en una cosa: la curva se aplanó y en unos meses los hospitales ya no estaban tan saturados. Pero se mantuvieron las medidas de confinamiento y enviaron a más trabajadores a producir. Vinieron nuevos contagios, dientes de sierra y nuevas curvas en diferentes países, mientras que la economía continuó en guion bajo. Y así sucesivamente. Millones de trabajadores van de casa al trabajo, del trabajo al hospital y, de ahí… al crematorio.

Las cosas nunca volvieron a ser como antes. Seguramente ya no podían serlo. Desde mi ventana veo a los trabajadores dirigirse a sus puestos de trabajo. Quienes pueden pagarlo van con mascarilla y guantes de látex, de uno en uno, como mínimo a un metro y medio de distancia. Ya nadie habla con nadie. Somos un inmenso ejército de hormigas obreras. Al dirigirse al trabajo se pasan controles policiales o militares, en los que se debe mostrar un salvoconducto que entregan los empresarios. En los centros de trabajo las cosas también han cambiado. Ya no se permiten reuniones y mucho menos manifestaciones, los locales sindicales están cerrados y la acción sindical terminantemente prohibida. Primero lo justificaron con el estado de alarma, pero luego se generalizó la excepción.

Se trabaja en función de las necesidades de la empresa, unos días sí y otros muchos no. Pero cuando te llaman hay que ir. Al terminar la jornada cada cual vuelve a su casa, de nuevo de uno en uno, de nuevo sin hablar con nadie. Cada trabajador ha tenido que descargar una aplicación telefónica en la que la empresa te dice cuándo vas a trabajar y si tienes que hacerlo en casa o en el centro de trabajo. En esa aplicación también te dicen lo que vas a cobrar por la hora de trabajo. Primero prohibieron los sindicatos, luego dejaron sin efecto los convenios colectivos. Dicen que comenzó Bolsonaro en Brasil, aunque no sé si es cierto. Ahora es la empresa la que impone las condiciones de trabajo de acuerdo con el Gobierno. Al principio lo justificaron hablándonos de flexibilidad interna, decían que querían evitar despidos. Así empezó todo.

Salvo para ir al trabajo, hace muchos meses que nadie sale de su casa. Al principio nos permitían salir para hacer la compra, pero luego cerraron los supermercados. Ahora compramos a través de aplicaciones y rige el racionamiento. Las horas de conexión a internet también están limitadas, lo llaman conectividad restringida. Hay un tiempo para el ejercicio físico, siguiendo programas de entrenamiento ofrecidos por las antiguas marcas deportivas. Los niños y niñas reciben sus clases por internet, aunque la mayor parte de los profesores fueron despedidos. Lo que antes llamábamos relaciones sociales ahora se establecen por videoconferencia, a las que puede acceder sólo una parte de la población. El resto se conforma con mensajes telefónicos y con alguna fotografía. Durante un tiempo, nuestro único respiro fueron los balcones. Pero luego regularon su uso y, en cada calle, se sigue por video vigilancia lo que hace o dice cada cual. La indisciplina social se castiga prohibiendo temporalmente el trabajo, o sea, con hambre.

Pero no todo el mundo vive igual. En las primeras semanas del año cero, los ricos se encerraron en mansiones y urbanizaciones privadas. Pueden salir a sus fincas y practicar deportes en sus instalaciones privadas. Para entrar a sus actividades sociales deben presentar un certificado que les acredita como libres de contagio, que expiden un puñado de clínicas privadas. Sus urbanizaciones están protegidas por contratas militares, la más conocida es Blackwater. Su influencia creció después de los ejercicios militares de la OTAN. A España llegaron cuando se renovaron los acuerdos militares con Estados Unidos. Las sedes de esas compañías se encuentran en las bases militares que los americanos tienen en España, que comenzaron a ampliar en el año cero.

En lo único en que las cosas son parecidas para todos es en el uso de mascarillas y guantes. Los ricos también los usan en sus actos sociales. De hecho, ayer en televisión anunciaban la nueva colección de otoño de Louis Vuitton. Nosotros cada vez más hormigas, ellos cada vez más cigarras.

Han prohibido muchas películas y casi es imposible encontrar en la red determinadas lecturas. Comenzaron por The Matrix, The Matrix Reloaded y The Matrix Revolutions, porque la gente comenzaba a establecer paralelismos y decían que se alarmaba innecesariamente a la opinión pública. La verdad es que a nosotros no nos dieron siquiera la opción de elegir el color de la pastilla, nos hicieron tragar la azul.

Como decía, en los primeros meses tumbaron muchas cuentas en redes sociales y portales de internet, especialmente a quienes se dirigían a las hormigas. Prohibieron los hashtag que incluyesen determinadas palabras: obrero y obrera, trabajador y trabajadora, derechos, lucha, resistencia… Luego vinieron medidas mucho más duras, prohibieron los sindicatos e ilegalizaron partidos que se negaron a incluir en su programa el asunto de la unidad nacional. Fue cuando el Gobierno se amplió y se convirtió en Gobierno de salvación.

No sé si algún día alguien podrá leer estas líneas. Si es así, puede que quede esperanza. Parece ser que, en alguna parte, hubo personas que escupieron la pastilla azul. Se dice que viven y trabajan en clandestinidad. Nadie les conoce, pero cada vez más gente dice que están ahí. En los pocos momentos en que es posible evadir la vigilancia y el control social, corren rumores en portales, oficinas, talleres y fábricas. Está terminando el año cero y en los centros de trabajo surge de nuevo una chispa de ilusión. En la inmensa hilera de hormigas que vuelven del trabajo a sus casas, en ese ejército de rostros cansados y cubiertos por mascarillas, cada vez hay más ojos que desprenden un brillo especial. Nadie sabe dónde están ni cómo se llaman. Yo sigo buscándoles y, cuando les encuentre, les llamaré… camaradas. Entonces, todo irá bien.

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies