La generación del COVID19 o en busca del tiempo perdido

Miro desde la ventana la imagen imponente de las avenidas y las calles vacías. Remuevo el café como hipnotizado, en este barbecho del confinamiento que me ha hecho de movimientos lentos a pesar de las posibilidades que ofrece ir en chándal todos los días; tintinea la cucharilla en el vaso y me lo llevo a la boca, el mismo sabor amargo del café de aquellos días, en la cafetería de la facultad, cuando de repente se hablaba de Londres, Sídney y Berlín. A medida que pasaba el tiempo en las reuniones entre amigos éramos cada vez menos, entre 2008 y 2014 emigraron un total de 84 mil jóvenes.

Muchos años antes de aquella emigración juvenil al extranjero, mis abuelos hacían las maletas para dejar atrás el pueblo y venir a vivir a Madrid, era la posguerra. Como gran parte de los exiliados rurales del franquismo acabaron instalados en una de aquellas casas en Vallecas que se construían en la clandestinidad de la noche para evitar que fueran derruidas. Tiempo después mi madre se matriculó de la carrera de pedagogía en la Complutense. Los hijos de los obreros comenzaban a entrar en la universidad pública y aunque aún se sentían intrusos se lo creyeron, igual que nos lo creímos nosotros. Había nacido el Estado del Bienestar, edificado a plena luz del sol sobre la tierra fértil de la bonanza económica española. Se cerraron las fábricas, se desindustrializó el país, pero se construyeron urbanizaciones y creció el turismo. Línea ascendente e indestructible, España iba bien y quería subir hasta lo alto de la pirámide de las potencias mundiales, tanto que llegó hasta las Azores.

La guerra de Irak fue la anunciación del Angelus Novus, del Ángel de la Historia de W. Benjamín, ese ángel que mira horrorizado la barbarie que se acumula pero que tiene las alas extendidas y no puede evitar que el viento al que llamamos progreso le empuje irremediablemente hacia el futuro. Aquella victoria de la clase media, indefinido termino en el que se mezclaban en amalgama diversas capas sociales que consideraban un avance no identificarse ya como trabajadoras, se sustentaba especialmente sobre lo no visible, o sobre lo visible fetichizado sin establecer ninguna conexión con nuestras realidades: la guerra y la brutal explotación a la que se sometía a millones de trabajadores en otros continentes.

Aquella guerra y sus consecuencias llevaron al PSOE de Zapatero al Gobierno. Y pronto llegó la segunda grieta en el mito del progreso español: la crisis de 2008. El estallido de la burbuja inmobiliaria, punta del iceberg de una profunda crisis capitalista, hizo estallar también el Estado del Bienestar, que comenzó a desmantelarse paso a paso: se privatizó la sanidad pública, subieron las tasas, se aprobó la reforma laboral, se reformó el artículo 135 de la constitución. En 2007 un joven asalariado temporal necesitaba 3,4 contratos de media para trabajar todo el año, en 2017: 5,2.

Hubo quien dijo que aquello era temporal, que la economía remontaría, nosotros ganaríamos años cotizados y todo volvería a su rumbo natural. No fue así. La llamada precariedad se cronificó en el empleo joven, se instaló y pasó a vivir con nosotros, instalando también la sensación constante de fracaso, sensación indudablemente mediada por lógicas ajenas, por las lógicas del enemigo, por su elitismo inoculado a través de esa categoría de “clase media”. Esa lógica aspiracional atravesó también las protestas de marcado carácter juvenil en aquella oleada de indignación contra la austeridad que comenzó en una fecha ya insigne: el 15 de mayo de 2011.

Sin obviar su amplitud y complejidad, lo cierto es que en el grupo dirigente y pensante de aquel movimiento nunca se aspiró a nada más que a la reforma política. Igual que nunca pudieron ocultar en sus resonancias el tufillo clasista, de lucha contra una proletarización que detestaban porque no querían ser vulgares asalariados, sustentándose todo ello en el discurso meritocrático característico de la clase media. La reforma política se consiguió, aunque desechando por el camino los aspectos que eran menos “asimilables”. Se consiguió extender el bipartidismo, tener una izquierda institucional a la izquierda del PSOE más amplia y permeable a los nuevos discursos académicos, que reconfiguraba los equilibrios en el bloque de poder y reestablecía la confianza en la vía institucional de transformación. El ciclo abierto por el 15M se cierra con la llegada de Unidas Podemos al poder a través de un gobierno de coalición en el cual aspiran a ser los más fieles guardianes y reconstructores del Estado del Bienestar, es decir, presionar al hermano mayor para garantizar que se logra ese pequeño reparto de las enormes ganancias que consiguen los grandes empresarios de este país.

Había un lema en el 15M que siempre me pareció que denotaba un instinto de ruptura que no se materializó nunca en propuesta coherente, aquel que rezaba: vamos despacio, porque vamos lejos. Su ambigüedad permitía ensoñaciones, aunque no se sabía a dónde se iba ni porque se debía ir despacio. Finalmente, en un tiempo record, lo más lejos que se llegó fue a las moquetas de lo que entonces se llamaba “vieja política”, donde hoy los intelectuales y universitarios que daban las estimulantes ideas a aquel movimiento hacen política “social” sobre los márgenes de posibilidad que ofrecen los vaivenes del capital.

Aquella clase media se fragmentó en pedazos y demostró que nunca designó nada más que una ilusión que servía de perfecta argamasa para el sistema. Los que nunca pudimos dejar de considerarnos vulgares hijos de obreros, o los que se vieron expulsados con enorme velocidad de aquella categoría y se dieron de bruces con una realidad que nunca dejó de funcionar por debajo de cada fenómeno social, tuvimos que asumir, parafraseando a Borges, que nos habían tocado, como a todos los hombres, malos tiempos para vivir. Nos convertimos en una generación que asumió la inestabilidad como forma de vida, la imposibilidad de planificación ante un mundo laboral en transformación, favoreciendo y reforzando así la propagación de la cultura del capitalismo en esta fase de caducidad absoluta: la cultura de la inmediatez, del consumo masivo, del riesgo. Casas de apuestas, redes sociales y temporalidad, nosotros mismos somos una más de esas mercancías efímeras, obligados a aparentar y validarnos en las redes sociales, condenados a ser comprados y desechados como fuerza de trabajo a conveniencia inmediata del interés del patrón; ahogados, ansiosos y aburridos en la celeridad, la precariedad y el espectáculo.

Tiene la historia estas casualidades que justo cuando se cierra el ciclo político abierto por el 15M estalla de nuevo otra crisis. Los primeros datos disponibles de cómo afecta a la juventud son escalofriantes: uno de cada dos despidos son de jóvenes, la caída de afiliación a la Seguridad Social en los temporales es de un 17’3% y solo la hostelería experimenta una caída de un 14%. Y mientras, sobre la base de las reformas laborales de 2010 y 2012, vemos cómo se potencia la uberización del empleo, la política de la negociación individual empresa-trabajador, desplazando los ejes colectivos, disfrazando de modernidad emprendedora una vía que nos convierte en más vulnerables y nos aísla unos de otros castrando nuestra fuerza esencial. Esta forma de relación emerge como amenaza al conjunto de la clase trabajadora mientras Saturno devora a sus hijos: la nueva socialdemocracia, emergida al calor del descontento de la anterior crisis, maldice su desgracia mientras la situación les barré con virulencia cualquier sueño de reconstituido Estado del Bienestar.

Nadie describió tan acertadamente a la socialdemocracia como “Las victimas civiles” en aquella “Canción total”. Hoy de nuevo disparan el fuego publicitario sobre nuestra cabeza, amenazándonos con lo que una gestión de la crisis desde la derecha implicaría, llamándonos al esfuerzo y a una unidad edulcorada, con su correspondiente cobertura policial, mientras somos nosotros los que pagamos el pato; ofreciéndonos en refuerzo moral, en un discurso romántico de “héroes” y “heroínas” para hacer más soluble la explotación, lo que nos roban de salud y de vida. Hoy nos repiten de nuevo ese adquiéreme, adquiéreme como padres de la política publicitaria que quiso construir un “proyecto popular” compuesto de consumidores y a golpe de seducción, en vez de organizados a base de conciencia; un proyecto de cartón-piedra para absorber la indignación a los rediles habituales pero que hoy demuestra que nuestra indefensión, después de todo este ciclo, es si cabe aún mayor.

Como se comprueba los jóvenes enfrentamos esta crisis con peores condiciones de vida de las que teníamos antes de la crisis de 2008, los datos antes vistos profundizarán las dificultades de emancipación y nos alejarán de servicios básicos. El sueño reformista se desploma en sus voces y sus silencios, la propia reforma se muestra lábil ante la agresividad de las crisis cíclicas si no se tienen mecanismos populares estructurados y organizados de resistencia, y ya no puede garantizar ni siquiera el maquillaje “social” de la explotación, ya no puede garantizar ni si quiera nuestra extinción en una cómoda celda.

Devuelto al presente, con el café ya frío, pienso que son tan imponentes las imágenes de las ciudades vacías porque es como si vivieran en una amanecer constante, cuando está aún húmedo el asfalto, no ha comenzado la frenética rutina y se tiene la sensación de que puede que esta vez de verdad comience un día y no otro día más. Recorren las calles vacías los repartidores en bicicleta, el mejor símbolo de nuestra generación y lo que realmente la caracteriza, los quintos de la debacle, de las fábrica cerradas y la inmediatez. Una vez luchamos porque éramos jóvenes, y fuimos jóvenes por el miedo de no poder ser jamás otra cosa. Carentes de un mito, de una propuesta redentora, fuimos empujados a la fragmentación, al cinismo y la desesperanza. Somos la generación de la crisis de 2008 y ahora la generación del COVID-19, eso define mucho mejor nuestra vida que cualquier epíteto útil para el periodismo amarillista.

Hoy hay quien dice que después de esto volveremos a una nueva posguerra, que volveremos a vivir la miseria de nuestros abuelos. Y es que nunca dejamos de ser otra cosa que los nietos de los que tuvieron que irse de los pueblos por el hambre y se dejaron la piel de las manos limpiando casas o construyéndolas, sujetos como ellos al imperio de la necesidad. La crisis del COVID-19 no solo ha desnudado las calles, ha desnudado a todo un sistema y a sus gestores. Las enseñanzas flotan en el tiempo esperando que sean recogidas: quizás sea el momento de que de verdad empecemos a ir despacio para ir lejos, despacio para construir una alternativa y lejos hasta revolucionar desde sus cimientos esta sociedad. Quizás sea el momento de ir en busca del tiempo perdido, el que nos roban cada día y el que desperdiciamos en todas las oportunidades que alguna vez dejamos pasar.

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