Ni Waterloo, ni Bruselas, son Argelès-sur-Mer o Mauthausen

Exiliados republicanos saliendo de España.

Las comparaciones siempre son odiosas. Pero no podemos imaginarnos el odio que debió sentir ese medio millón de personas que tuvo que huir de una muerte segura en 1939. No les recibió la prensa, sino insultos y alambradas. Aún así les movió más el miedo que el odio y apresuradamente lo único que pudieron meter en sus maletas fue dignidad y la esperanza de vivir para seguir luchando.

Desde el inicio de la guerra las bombas fascistas contra la población civil fueron imponiendo el exilio. Un hecho que al final de la contienda afectó a más de medio millón de personas. No sólo tuvieron que marchar soldados, sino familias enteras y miles de civiles. Desde el 22 de enero de 1939 y con la caída del frente del Ebro, el éxodo se aceleró, la ocupación de Barcelona confirmó lo peor. El gobierno republicano intentó estructurar el drama desde París con el CICIAER (Comité Internacional de Coordinación e Información para la Ayuda de la España Republicana) y otras instituciones, pero las condiciones y el contexto internacional no fueron los mejores. El supuesto Comité de No Intervención seguía “interviniendo” e inclinaba la balanza del lado incorrecto de la historia. El gobierno francés hizo lo necesario para no ayudar lo suficiente y las amenazas y persecución franquista no cesaron.

El 1 de febrero de 1939, en las playas de Argelès-sur-Mer se creó el primer campo de concentración para españoles. La llegada era tan masiva que, días después, se crearon otros campos, como el de Saint-Cyprien. Un goteo constante donde se fueron acumulando más alambradas y campos de concentración, familias desgarradas, niños, ancianos, soldados, brigadistas internacionales, militantes comunistas, socialistas, anarquistas… todos unidos bajo un mismo manto: huir del fascismo y un fusilamiento casi asegurado. Muchos no empuñaron un arma, simplemente eran “mujeres de” o “familiares de”, pero sabían perfectamente, y la historia ha demostrado que no se equivocaban, que si no marchaban acabarían torturados en la cárcel o todavía estarían en una cuneta.

Dicen que no hay mal que 100 años dure, ese era el único consuelo para las víctimas de la vieja España, la de Franco. Pero incluso así, para ellos, la libertad se agotaba con los últimos coletazos de la España republicana. Cada palmo de tierra que ganaban los fascistas, era un metro menos en el que poder resistir y respirar libres. El mal parecía que no tocaba a su fin y avanzaba como una mancha de aceite, sin retroceder.

Todo este drama se convirtió en símbolo a las 23.00 horas del 28 de marzo de 1939. En el puerto de Alicante, último territorio del sueño que pudo ser, la II República, zarpó un carbonero, el Stanbrook, sobrepasando su posibilidad de carga con creces. Agolpó exiliados que literalmente se fueron colgando del barco incluso después de levar anclas, subirse era salvarse. El barco zigzagueba superando bombas fascistas, sin que sus pasajeros supieran el destino. La línea de flotación completamente hundida. Los lloros del muelle se tornaron silencio hasta Orán (Argelia). De ahí a más campos de concentración.

El 6 agosto de 1940 llegan los primeros españoles a Mauthausen, campo nazi donde murieron la mayoría y en el que los supervivientes deberán nuevamente luchar por la vida. Todos llevan un año de exilio y penuria, les espera la cantera de la muerte y con suerte cinco años de suplicio. Miles en la resistencia antifascista en diferentes partes de Europa. Otros tantos miles a seguir luchando en la URSS, México y Norte de África y otros más planificando volver para reorganizar en el interior.

Haber sobrevivido a todo esto es uno de los hechos históricos más destacables del hilo rojo de la historia. Siguieron luchando y no les doblegaron. Por eso la comparación entre el ejemplo de Carles Puigdemont y el exilio republicano es tremendamente desacertada y fuera de lugar. Para todo aquel al que se le haya encogido el corazón escuchando la vida de cualquier exiliado, para aquellas mujeres que huyeron y pasaron hambre durante años, debió ser obsceno escuchar a Pablo Iglesias hacer ese paralelismo en prime time. Ni Waterloo, ni Bruselas, son Argelès-sur-Mer o Mauthausen y esta rotunda afirmación es algo que supera el mero análisis geográfico.

Cuando uno se considera heredero de ese exilio y reivindica su memoria y lucha, debería saber que ese proceso histórico es producto de unas determinadas condiciones sociales y políticas y unas reivindicaciones muy concretas. Elementos que son ajenos a Carles Puigdemont, aunque la actual situación que padece sea injusta y denunciable.

La conclusión va más allá de la comparación entre si es más terrible vivir entre alambradas o en una mansión, la cuestión es que los años de exilio y muerte de todo un pueblo no caben en la figura de Carles Puigdemont. 

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